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Columna
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Se admiten apuestas

Las nuevas elecciones al Parlamento vasco están a la vuelta de la esquina. El lehendakari Ibarretxe deshoja una angustiada margarita entre indecisiones políticas, derrotas parlamentarias y acoso mediático sin par. Todo el mundo se prepara para los comicios y el primer indicio del general atrincheramiento se detecta en el lenguaje: hemos llegado a ese momento en que las declaraciones públicas vienen revestidas de un tono preelectoral.

Está claro que las próximas elecciones van a despertar más expectación que nunca. Por primera vez, en veinte años de democracia, el nacionalismo democrático parte con ciertas posibilidades de salir derrotado. Al margen de opiniones personales, este es un hecho irrebatible y muchos vascos, en la intimidad de su conciencia, están ya preparándose para tal eventualidad.

Más de veinte años de ejercicio del poder crean, por utilizar un lenguaje eufemístico, algunas pequeñas inercias; entre otras, la posibilidad de confundir lo partidista con lo institucional. Y no sólo los cargos de confianza contemplan el futuro con inquietud; incluso algunos políticos profesionales se preguntan, por lo bajo, qué será de ellos si da la vuelta la tortilla.

Es un momento de satisfacción para los más previsores, los que aprovecharon la naciente democracia estatutaria para consolidar una plaza funcionarial. Aún más: quizás ahora ese proceso de aseguramiento personal se esté intensificando. Ante la posibilidad de perderlo todo colectivamente, qué mejor opción que ganar privadamente un hueco laboral. Por servicios prestados. Dense prisa, aún quedan unos meses.

Pero el mundo de la empresa privada no estará al margen de estas apremiantes maniobras. Uno imagina a solventes empresarios, beneficiarios de línea directa con los grandes nombres de nuestra política, atenazados ahora por la duda. ¿Y si no ganan los míos? La debilidad humana desencadenará, en muchos casos, una segunda pregunta más perversa: ¿No sería conveniente que los míos dejaran de serlo poco a poco?

En Euskadi no vivimos una auténtica economía de mercado. Gran parte de la actividad empresarial se desarrolla en colaboración (o en connivencia) con las administraciones públicas, ese gran cliente, ese insaciable demandante de toda clase de servicios. Ello genera inevitables dependencias, por lo que cierta sintonía con el poder ha sido entre nosotros una excelente tarjeta de presentación. Claro que si cambian las tornas se presenta un problema: a lo mejor hay que cambiar de sintonía, mover el dial, buscar una nueva frecuencia en el abigarrado espacio de las ondas políticas.

Siempre se ha comentado la anécdota, apócrifa o real, del industrial alemán que, en tiempos de Hitler, adoptó una salomónica e inteligente medida: enviar a uno de sus hijos a estudiar a los Estados Unidos y afiliar al otro al Partido Nazi. Quizás algunos gabinetes de estrategia están haciendo cosa parecida entre nosotros: una vela a Dios y otra al diablo.

Puede pasar cualquier cosa en las próximas elecciones, pero imaginemos una victoria, y contundente, del Partido Popular. Algo cambiará a nuestro alrededor: muchos Iñakis prefirirán llamarse Ignacio; en las sobremesas se modificarán viejas costumbres: habituales usuarios del 'Euskadi' (Euzkadi, a mayor abundamiento) se pasarán al 'País Vasco' de improviso. Las cúpulas dirigentes, los consejos de administración, los despachos, los contratistas, los gerentes de productoras... una espectacular conversión recorrerá el paisito. Si hace tiempo tuvimos una reconversión industrial, ahora asistiremos a una conversión política. No estamos hablando de la gente honesta, por supuesto, pero todos sabemos que la gente honesta es escasa, aunque sólo se la pueda identificar en contadas ocasiones, por ejemplo, cuando da la vuelta la tortilla.

Aguardo el fenómeno expectante y casi divertido. Si el aznarismo arrasa, elucubro sobre quiénes, de entre tan abigarrada fauna de contratistas, proveedores y afición en general, pasarán a convertirse, como por ensalmo, en 'constitucionalistas de toda la vida'. Se admiten apuestas.

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