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Columna
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Y, sin embargo, la vida

Llevamos varios días con el genoma al pil pil. Yo ya no me siento si no es con precaución, por temor a irritarlo. Está uno desayunando y, de pronto, se pone perdido de genoma porque no para de manar de emisoras y papeles. Y todo para no saber por qué la mayor parte del genoma está hecha de ruido. Como la Iglesia. Quiero decir, como la Iglesia considera al genoma, un ruido o algo menos que nada, ya que, según los teólogos más conspícuos, no podrá desvelar nunca el secreto del ser humano. Es más, aunque pudiera -que no puede- habría llegado demasiado tarde, ya que la vida humana ha sido suficientemente explicada por la filosofía y la religión. Gracias a una y otra sabíamos, por ejemplo, que el hombre era una pálida copia de Dios, ahora sabemos, gracias al genoma, que somos apenas un múltiplo insignificante de la mosca, lo que equivale a saber bien poco. ¡Qué felices vivíamos cuando el hombre era la medida de todas las cosas y no cuando nos dicen que medimos apenas un palmo más que el mono!

Pues bien, no es que vaya a enlazar ahora con otra clase de monos porque pase a referirme al Gobierno, como habrá supuesto algún lector de los avispadillos, sino que el genoma me ha llevado a la vida y ésta a una política que sólo parece ocuparse de ella. Cuando el Gobierno habla de esas tres cositas que no se sabe si le preocupan poco o mucho, está hablando de la vida, ya se trate de las vacas locas -que no interesan más que por las repercusiones que puedan tener en lo humano, de lo contrario para rato nos iban a preocupar al punto de imaginarles manicomios-, ya del Tireless y su incansable facilidad para volvernos radioactivos, ya de la emigración, donde el problema atañe a lo humano sin mediación alguna. Desde luego, no es casual que los enredos del Gobierno giren en torno a la vida humana porque los Gobiernos, todos los Gobiernos, están haciendo realmente biopolítica: en el centro del Estado sólo hay vida, bien sea bajo la forma de la mucha legislación sobre la calidad de ídem -entorno, ergo ecología, incluido- y la salud, bien sea bajo la de los derechos o no del feto, bien bajo el derecho o no a interrumpir una vida considerada por el propio viviente como indigna de ser vivida, bien bajo la perspectiva de legislar lo concerniente al genoma humano para que no haya discriminaciones por herencia genética o para que no se pueda vender como se venden ristras de cantimpalo.

Estas reflexiones me las ha incrustado en el fenoma o fenotipo, o sea, en la expresión concreta y vivida de mi genoma, el pensador italiano Giorgio Agamben para quien el Estado moderno se caracteriza por administrar la vida biológica de la nación. Lo que, lejos de llevar al paraíso, podría llevarnos al infierno, habida cuenta de que el Estado vendría a disponer de la vida de unos habitantes de la nación que habrían visto reducirse su cualidad de ciudadanos, es decir de sujetos de pleno derecho, a la de meros cuerpos vivientes menoscabados en su privacidad: allí donde hubo existencia política habría ahora existencia desnuda, 'nuda vida', como la llama Agamben, que no sería sino la traducción a los modos modernos de una figura muy curiosa del derecho romano arcaico, el hombre sagrado u homo sacer, un individuo que, por haber sido consa-grado a Júpiter, podía recibir la muerte de manos de cual-quiera sin que ello constituyera delito alguno; antes al contrario, dándole muerte se hacía lo que se debía hacer. El homo sacer no era, pues, sino el homo antecessor de la existencia desnuda o nuda vida.

Lo que hace concluir a Agamben que, en el límite, el Estado moderno también podría disponer de la vida de sus... ¿súbditos? De hecho, ya ocurrió con el totalitarismo, ese estado en que la excepción es la regla o, dicho de otro modo, ese Estado cuya única regla pasa por suspender todas las reglas mediante el recurso a instaurar un estado de excepción constante. Huelga decir que aquí ya estamos viviendo en la nuda vida gracias a la existencia de un grupo totalitario -con aspiraciones de Estado- para quien la única razón de ser pasa por disponer de la vida del otro. Afortunadamente, no es cosa del genoma sino de puro entrenamiento. ¡Cómo para reírnos de las moscas!

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