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CRISIS EN ORIENTE PRÓXIMO

Gaza, en tiempo de descuento

Gaza ya ni siquiera contiene el aliento. Como quien siente la fatiga de los materiales, esta franja de tierra de 40 por 10 kilómetros enterró ayer al comandante Masud Ayat, asesinado el día anterior de tres misilazos de un helicóptero israelí, contando las horas y los minutos más que los días que faltan para sufrir de nuevo la implacable cólera de Sión.

En la mañana de ayer, ocho soldados israelíes habían sido arrollados y muertos por el conductor palestino de un autobús, y, como en la rigurosa fatalidad de una tragedia griega, Gaza capital estaba persuadida de que la venganza de las parcas de Israel sería toda suya.

Desde primeras horas del día, varias columnas procesionarias han avanzado con tanta convicción como tiempo libre hasta converger a la hora en que el sol de mediodía parte el cielo, en los alrededores del cementerio de la ciudad. Un campo, sin mojones ni edificios, sólo amueblado de toscas lápidas de cemento, ha visto llegar al cortejo, por fin unido, de más de un kilómetro de longitud y algunos millares de acólitos que iban a dar tierra -sin ni siquiera alzar la voz, con apenas unas ráfagas de metralleta como en una modestísima mascletá, disparadas al aire con la cotidianeidad con que se dan los buenos días-, los restos mortales de uno de los jefes de Fuerza 17, la guardia pretoriana del presidente palestino; quizá, la masa estaba absorta en la cuenta atrás para el castigo.

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El ministro de Justicia, Freh Abu Meden, máxima autoridad que despedía el duelo, concretaba un sentir de pausada, casi indiferente entereza. 'En cualquier momento puede producirse la matanza. Pero lo peor no ha pasado todavía'. El ministro, que tiene casa en Mallorca y una hija en Madrid -'ella sí que habla español'- se expresa en un inglés susurrado y distante, el de quien no ignora que la bola de la ruleta se ha detenido en esta casilla. 'Es normal. Cabe esperar cualquier cosa. Esto es una guerra, un círculo vicioso de acción-reacción que ni Barak ni Sharon han querido romper'. El ministro de Arafat, tan mortecino como el exahusto silencio que nos rodea, no sólo advierte, sino que también reclama. 'Estamos dispuestos a pagar el precio de un proceso de paz que ya no existe, al menos en este momento. Por eso, esperamos y pedimos la intervención de la comunidad internacional, para lo que contamos con José (sic) Aznar, que ha estado en El Cairo. ¿Por qué se ha intervenido en Yugoslavia y Bosnia y no en Palestina? Cualquier incidente podría hacernos volar a todos por los aires'.

Y alrededor, masas de niños en edad que en otro mundo sería escolar. Algunos ríen, otros se arremolinan en torno al visitante, porque es más noticia que la ira inevitable que siempre cae del cielo.

En Gaza se hallan las sedes principales de trabajo de Yasir Arafat, aunque su casa de protocolo esté en Belén, y sus ministerios se desparramen por Ramala y otras ciudades de Cisjordania. En esta capital destartalada de casi medio millón de habitantes, cerca de la mitad de toda la franja, es donde el presidente palestino se siente más en casa.

Gaza ha consumido ya enormes reservas de dolor para llorar a sus muertos; y, por eso, o porque las guardias pretorianas nunca han tenido buena prensa, el último adiós al jefe guerrillero no ha sido más desgarrador que cualquier liturgia tantas veces repetida. Esto no es el entierro del presidente Kennedy, lleno de pompa y circunstancia. La ciudad, al caer la noche, otea el firmamento con la aprensión de un verdadero experto. Nadie duda de que esto es una guerra.

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