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Columna
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Juntos y algo revueltos

La idea está muy bien concebida. Se trata de un intercambio entre artistas de Galicia, Asturias y el País Vasco con homólogos alemanes de Renania del Norte-Westfalia. Durante dos meses los españoles estuvieron trabajando, por expresa invitación, en ciudades como Düsseldorf, Essen, Colonia, Dortmund y otras más, y los renanos pasaron esos mismos meses, igualmente invitados, en Bilbao, Oviedo, Compostela, Gijón, San Sebastián y Pontevedra. El resultado de esas experiencias es la exposición que puede verse en la sala Rekalde de Bilbao, con el título Transfer. Antes de ahora estos trabajos se han visto en Santiago de Compostela y Gijón. Una vez concluida la muestra en Bilbao, el 25 de marzo, recorrerá durante cinco meses distintas ciudades de Renania del Norte-Westfalia.

Es a la hora de presentar esos trabajos -pinturas, esculturas, fotografías, vídeos, instalaciones, además de otros objetos y objetivos- donde se aprecian algunas trabas e inconvenientes. Tal como se han dispuesto las obras se diría que estamos ante una cultura de supermercado, donde se puede encontrar de todo, con la aparente acentuación en torno a que su valor principal consiste en dotarse de la máxima variedad posible. Al exponer juntos 24 artistas (12 de aquí y 12 alemanes) no pueden sino ofrecernos dos docenas de pequeños soplos.

Bajo una mirada primera y superficial, el todo se nos presenta como una brillante juerga visual. Apenas cabe profundizar sobre lo visto, justamente por esa reducida representación que cada uno muestra de sí mismo. Como es natural, resulta difícil juzgar el conjunto cuando apenas se puede analizar la labor de cada uno de los artistas concertados, so pena de que se quiera fabricar una poética del canto a la brevedad del soplo.

Aunque no sea lo que los artistas invitados se han propuesto, la verdad es que el arte de algunos parece autista -arte para ellos, en una suerte de exaltación de lo baladí, bajo el pretexto de que fuera insólito-, en virtud de lo poco que cada uno enseña.

Ahora bien, puestos a encontrar atenuantes, cabe inferir que los errores percibidos se deban a la falta de espacio que se les ha adjudicado para montar este Transfer. De ahí ese amontonamiento, esa babel confusa y disgregadora.

Aún admitiendo semejante argumento como válido, alguien podía recordar cómo en la sala Rekalde, dentro del mismo espacio, ha habido ocasiones en las que estuvieron expuestas obras de numerosos artistas, sin que se diera esa extraña confusión babélica o que supusiera el impostar en cada obra una especie de rebajamiento a la condición de mínimos soplos. Baste recordar la exposición titulada Obras Maestras Modernas de la Colección Guggenheim (diciembre 1993, febrero 1994), donde se daban cita, tan natural como armónicamente, obras de Kandinsky, Léger, Miró, Picasso, Klee, Giacometti, Max Ernst, Dubuffet, Delaunay, Chagall, Malevich, Matisse, Calder, Moholy-Nagy, Franz Marc, Theo van Doesburg, Magritte, Braque, entre otros.

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Sería altamente enriquecedor dilucidar -o al menos provocar una sutil discusión- la disyuntiva creada entre artistas a los que les perjudica el amontonamiento y a los que la valía de sus obras, por sí mismas, nada les afecta el lugar dónde vayan a verse.

Respecto a los aspectos más descollantes de Transfer, nos quedamos con las propuestas de Alexander Braun, Sandra Voets, Jochen Lempert, más lo que apuntan María Jesús Rodríguez y Pablo de Lillo. A esto se añaden los dos potentes y esplendorosos óleos de Markus Oehlen, un artista consagrado cuya presencia entre la mayoría de los jóvenes expositores produce extrañeza.

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