Pacíficos y melifluos
Como si no tuviéramos una fauna y una flora suficientemente variadas en este país, la necesidad cuasi patológica que parece existir entre nosotros de diversificar el análisis de las especies y subespecies hasta límites insospechados, de encasillar al personal en grupos, subgrupos, familias, bandos, cuadrillas, gremios, facciones, o taifas, ha dado lugar en los últimos días a la aparición de una nueva subdivisión dentro de nuestra sociedad, en este caso entre quienes se oponen -nos oponemos- a ETA, y tratamos de hacerle frente movilizándonos contra el terror. La diferenciación ha quedado establecida esta vez entre pacíficos y melifluos.
Pacíficos prefieren denominarse ahora, al parecer, algunos sectores de entre quienes hacen frente a ETA, queriéndose diferenciar con ello de los pacifistas. Según el diccionario, el calificativo pacífico está referido a aquellas personas sosegadas y amantes de la paz. Sin embargo, el término pacifista se refiere a quienes se oponen a la violencia o a la guerra, a quienes se niegan a admitir el uso de las armas, reaccionando frente a ellas y desafiando muchas veces a quienes las utilizan.
Por su parte, melifluo es una adjetivo que tiene que ver con la miel -del latín mel, mellis, que significa miel, y de fluere, fluir, destilar-, y que sirve por tanto para calificar a las personas por su trato dulce, suave, o delicado. Cabe deducir de ahí que los considerados melifluos serían gentes blandas que no se oponen con suficiente contundencia al terrorismo que nos amenaza un día sí y otro también.
No me cuadran las cosas. De acuerdo con el diccionario, los pacíficos serían melifluos, en tanto los pacifistas deberían ser gentes más duras y con mayor capacidad de reacción. Pero según parece, a la luz de las últimas subdivisiones establecidas, los pacíficos reclamarían para sí los atributos de una oposición más contundente al terrorismo, en tanto los pacifistas serían considerados unos flojos, o unos melifluos, incapaces de enfrentarse de verdad a ETA. Todo un lío. Pero lo peor es que se trata de un lío absurdo, de una manera de meter a los movimientos cívicos en la misma senda de enfrentamiento mutuo emprendida por los partidos políticos para satisfacción de los violentos y desasosiego de la ciudadanía.
A estas alturas de la película, de esa dolorosa película cuyo macabro guión ha condicionado la vida de toda una generación de este país, parece evidente que nadie tiene -más allá de alegatos preelectorales- la varita mágica capaz de devolvernos el clima de convivencia que casi todos deseamos. Ciertamente, hay caminos ya ensayados que sólo conducían a terreno empantanado. Pero no es menos cierto que cualquier senda que se quiera tomar se verá truncada si el itinerario no se establece de común acuerdo entre todos los que se oponen al terror, a la violencia, a la persecución de las ideas. Los resultados de lanzarse al monte en solitario, sin brújula, sin cantimplora y, sobre todo, sin contar con el consenso suficiente en el campamento base, ya los hemos visto.
Por ello, uno no entiende el afán por marcar diferencias y buscar la oposición entre los movimientos cívicos que se oponen al terror. Uno, tal vez ingenuamente, piensa que la principal condición para una mejor defensa de la libertad y de la vida es la de fortalecer la unidad y el apoyo entre todas aquellas personas y grupos que rechazan abiertamente la violencia como método de acción política. Lo contrario no garantiza precisamente una mayor eficacia, máxime si una parte de las energías se gastan en criticar a un importante sector de los que se oponen a aquélla.
Pretender dividir a las gentes que se oponen a la violencia entre pacíficos y melifluos no creo que represente ninguna aportación especialmente relevante a la lucha contra el terror. Dicha contraposición, no sólo constituye un desatino desde el punto de vista semántico sino, lo que es peor, un error de análisis.
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