Problemas de (mala) reputación
Si hay una palabra que se repite con insistencia en los análisis contemporáneos de política económica, ésta es credibilidad (por mucho que su empleo no sea del todo correcto en buen castellano). Economistas y teóricos sociales de diversas orientaciones han venido destacando que la eficiencia a largo plazo de una política depende en gran medida de que merezca crédito entre quienes experimentan sus efectos, pues solamente en ese caso dirigirán éstos su comportamiento económico en la dirección deseada por los gobernantes. La capacidad de generar un clima de confianza entre los sujetos económicos constituiría la clave de bóveda del éxito de una política económica.
Parece, pues, extensamente aceptado que una mejora sostenida en el tiempo de las perspectivas de estabilidad y crecimiento económico plantea una fuerte condición de buena reputación a las políticas públicas. Precisar qué cosa sea la buena o la mala reputación puede ser objeto de graves disputas, pero existen algunos factores sobre cuya influencia beneficiosa en relación con este problema no pueden caber dudas. El estricto y continuado respeto del príncipe a las reglas de juego establecidas o la introducción de compromisos firmes en la definición de las políticas serían ejemplos casi de sentido común. Por el contrario, el incumplimiento de compromisos y reglas, la proliferación de anuncios o amenazas por parte del gobernante finalmente diluidos en meros brindis al sol, o cualquier actuación suya que conduzca a minar el entorno institucional de la decisión política constituirán rémoras importantes cuyos efectos, más tarde o más temprano, se habrán de advertir.
Es claro que el Gobierno español actual no ignora la relevancia de estos condicionantes. De hecho, alguna decisión suya significativa parece dirigirse hacia la meta prioritaria de obtener ganancias de reputación para la política en curso. El ejemplo más notable es el de la sacralización del objetivo del déficit público cero, y su generalización incluso al conjunto de las administraciones por medio de la nueva Ley de Estabilidad Presupuestaria. Las razonables críticas de excesiva rigidez de la política presupuestaria no debieran ocultar las ventajas que la introducción de esta regla ofrece en términos de credibilidad: al despejar de incertidumbres el horizonte presupuestario, deviene éste en más confiable, y más se aproximan con ello las expectativas de estabilidad al comportamiento cotidiano de las gentes.
Sin embargo, no todo en la actuación de los gobiernos de Aznar responde a ese criterio. Antes al contrario, son ya muchas decisiones políticas, relativas a materias económicas pero también a otras cuestiones, las que desde 1996 vienen siendo adoptadas con escasa atención a la forma en que puedan ser percibidas por operadores y mercados. Un ejemplo muy reciente y obvio -no referido siquiera a una política concreta, sino nada menos que al equilibrio entre los poderes del Estado y a sus relaciones de mutua confianza- es el indulto concedido a un atrabiliario ex juez: si es verdad que los grandes inversores internacionales valoran en mucho -tal y como suele aceptarse con buenas razones- la independencia efectiva de los sistemas judiciales, actuaciones de ese tipo no pueden sino desanimar su apuesta por nuestro país.
Pero donde la irrupción de la baja política puede llegar a tener efectos más perturbadores es en lo relativo a la actuación de las agencias reguladoras independientes, asunto sobre el cual girará el resto de este artículo. Ciertamente, cabe discrepar del modelo mismo de agencia reguladora, que no faltará quien califique de tecnocrático en exceso. No es lugar para discutirlo; baste ahora con destacar que, en relación con el asunto principal que aquí se trata, la independencia efectiva de las agencias constituye una de las dos o tres propuestas más reiteradas por una pléyade de economistas teóricos y prácticos para proporcionar ganancias de reputación a la política pública.
Desde el inicio mismo de su gestión, en la primavera de 1996, llegaron malos barruntos sobre el modo con que el Gobierno español encaraba estos asuntos. La designación de un aguerrido político como vicepresidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), cuyas delicadas funciones no será necesario apostrofar, ofreció una pésima señal acerca de cómo el nuevo Gobierno concebía la independencia de las agencias, más allá de la mera retórica. Pues bien, después de casi cinco años, demasiados han sido ya los casos que han confirmado aquellos indicios. Mencionaremos sólo los dos más significativos, de contenido estrictamente económico, pero la observación de comportamientos parecidos en otro tipo de organismos reguladores -como la intervención del Consejo de Seguridad Nuclear frente a la crisis del Tireless- parece confirmar que no se trata de una mera sucesión de desaciertos ocasionales, sino de todo un estilo de gestión política.
El lamentable asunto conocido como el billón de las eléctricas marcó un jalón importante en esa trayectoria. En 1997, los criterios empleados por el Gobierno y la Comisión del Sector Eléctrico Nacional para medir los costes de transición a la competencia resultaron del todo dispares. Al margen de quién tuviera la razón, materia sobre la que habrá de pronunciarse muy pronto la Unión Europea, lo verdaderamente preocupante estuvo en la forma en que la crisis fue resuelta: desprecio manifiesto por el papel institucional de la Comisión y, peor aún, dimisión forzada de su presidente. En tales condiciones, el uso del vocablo independencia no puede sino percibirse como un ejercicio de impudor.
La obtención de la mayoría absoluta en la presente legislatura, lejos de moderar esos comportamientos, parece haberlos exacerbado. Hace unos pocos meses, el necesario perfil discreto de la CNMV se trocó en desusado protagonismo, cuando las relaciones entre el poder ejecutivo y la anterior presidencia de Telefónica hicieron explosión. La sucesión de amenazas apenas disimuladas (con activa participación del propio jefe de Gobierno), la contradicción con actuaciones previas de la agencia, la presión descarnada, en fin, todo eso fue surgiendo ante la opinión pública en relación con un asunto totalmente ajeno a los intereses colectivos. Suele decirse que la buena reputación, en la política o en cualquier otro aspecto de la vida, es esquiva y trabajosa de obtener, pero puede perderse de un modo súbito y difícilmente recuperable. Ello vale para esta Comisión, pues es difícil reconocer en el panorama internacional un caso en el que la interferencia de la baja política alcanzase un grado tal de tosquedad.
A todo lo anterior podría alegarse que, después de todo, la visión que de la economía española han mostrado tener durante los últimos años sujetos económicos muy diversos, dentro y fuera del país, parece haber sido del todo positiva (o al menos se han comportado como si así fuera). El estrechamiento de los diferenciales de la deuda española con respecto a la de los países de referencia, o su confortable posición en las calificaciones otorgadas por las agencias de evaluación de riesgos, son indicadores objetivos de una favorable percepción de nuestra política económica por los operadores internacionales. ¿Cómo explicar esa contradicción?
En este punto, conviene prestar máxima atención al hecho de que los hechos aquí referidos se produjeron en un clima de euforia económica generalizada. Cuando el entusiasmo inversor domina, los sistemas de alarma, de detección de riesgos, se adormecen y los eventuales dislates de los políticos tienden a verse sin mayor dramatismo, con lo que su impacto sobre la marcha de las economías puede ser reducido o inexistente.
La situación, sin embargo, está cambiando con rapidez. ¿Seguirán siendo inocuos aquellos efectos ahora, cuando se multiplican los signos de deterioro de la coyuntura? No es arriesgado conjeturar que, en tiempo de menores alegrías, los sujetos económicos escrutarán con ojo más atento las actuaciones de los gobernantes, y discriminarán entre ellos, castigando en mayor medida a aquellos que no sean capaces de hacer creíbles sus promesas o que mezclen con descaro sus pequeños intereses con la gestión de complejos problemas económicos generales. Si ello ocurriera, un cambio profundo en algunos modos y maneras de la decisión política sería de la máxima urgencia, para evitar así que ésta se convierta en enemigo feroz de la salud de nuestra economía.
Xosé Carlos Arias es catedrático de Política Económica en la Universidad de Vigo.
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