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El mundo global en cada aldea

Acabamos de estrenar un nuevo siglo. Son muchos los procesos y sucesos que registramos a fines del siglo recién acabado. Ellos nos avisaron de que la nueva centuria nos planteará grandes retos, a los que deberemos darles las correspondientes respuestas. También sabemos que abrirá ante nosotros grandes posibilidades, pero ¿seremos capaces de aprovecharlas?

La singularidad del momento que ahora vivimos se debe a la coincidencia de dos circunstancias de gran peso y significado.

La primera es el fin de la guerra fría, de un proceso negativo que congeló las relaciones internacionales durante medio siglo. El fin de esa guerra abrió al género humano el camino hacia la libertad y la democracia. Ése es el punto de partida para un futuro de entendimiento y cooperación.

El proceso de apertura y acercamiento general está acompañado por la gran revolución electrónica, que hace posible la superación de dos barreras que dificultaban la comunicación interhumana: las barreras del tiempo y el espacio. El mundo se ha convertido en algo más unísono y simultáneo para todos, en algo más accesible para todos, aunque tengamos que reconocer también que es mucho más accesible para los que disponen de mayor riqueza.

La combinación de esos dos procesos, la apertura del mundo como consecuencia del fin de la guerra fría y el desarrollo de las técnicas de comunicación y conexión entre los seres humanos a nivel planetario, ha dado como resultado ese fenómeno que hoy influye sobre la suerte de todos los seres humanos, independientemente del país o continente que habiten, el fenómeno de la globalización.

La discusión sobre la globalización se intensificó en la última década y ahora se desarrolla en el mundo entero. Ello es así porque la globalización es un proceso que abarca todas las esferas de la vida en un grado cada vez mayor: la política, la economía, la cultura.

Hay teóricos que aseguran que el fenómeno nada tiene de nuevo, que la globalización dura ya muchos siglos, que al menos comenzó en el momento en que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo o mucho antes, hace 2.500, cuando Anaximandro de Mileto creó el primer mapa del mundo (un círculo plano en representación de la Tierra, rodeado de aguas y con unos delfines en el centro). Pero esa hipótesis contiene una dosis excesiva de voluntarismo y fantasía.

Nunca en el pasado ha existido un centro como el que hoy existe, con la suficiente potencia como para influir sobre la suerte de todo el planeta. Tampoco existieron los medios técnicos de que disponemos hoy y que permiten a un ser humano ponerse en contacto en apenas un segundo con otro ser humano en el polo opuesto del globo. Eso significa que estamos entrando en un mundo de una calidad diferente que apenas conseguimos entender y asimilar.

La noción de 'globalización' se confunde a veces con la lucha que libran las corporaciones internacionales por el acceso a los mercados, por la máxima libertad posible del flujo de capitales y productos por encima de los Estados y de las regiones. Esa interpretación económica es demasiado estrecha y superficial. El problema es que la noción de 'globalización' comprende también elementos culturales; que comprende incluso proposiciones y formas de actuación que tratan de transformar la cultura en un mercado más. Como, de acuerdo con la ideología de la globalización, todo depende de las leyes del mercado, se tiende a conseguir que esas mismas leyes rijan también en la esfera de la cultura. Es una propuesta que introduce nuevos criterios de valoración. Nadie pregunta ya si un determinado libro es bueno o malo, porque lo único que interesa es si es un éxito o no. Nadie pregunta si una película tiene valor artístico, sino cuántos espectadores la vieron y cuánto dinero dejó en las taquillas. Todos aplicamos en algún momento esos criterios, sin darnos cuenta muchas veces de sus consecuencias para el sentido y el lugar de la cultura en la vida del ser humano.

Muchas confusiones y equivocaciones nacen de la distinta percepción de los fenómenos de la cultura que tiene en la tradición anglosajona, y en particular en la norteamericana -no olvidemos que EE UU es la principal locomotora de la globalización-, en la tradición europea y, sobre todo, en un espacio como el polaco, en el que la corriente romántica tuvo tanta influencia. Simplificando las ideas podemos decir que en la tradición norteamericana las obras culturales son productos del trabajo humano. El valor de ese trabajo es establecido por aquel que compra o no compra la obra. Mientras que la tradición europea veía en la obra cultural el producto de una inspiración, algo con contenido sagrado, y su valor mercantil tenía una importancia secundaria.

Los avances de la globalización hacen que la tradición anglosajona se extienda y adquiera mayor fuerza. Pero la diferencia entre esos dos modelos de la cultura no sólo tiene un carácter filosófico, también acarrea consecuencias prácticas.

Hay plena coincidencia en que el siglo XXI será un siglo de la cultura. En las civilizaciones del pasado, lo que tenía más valor era la tierra. La civilización contemporánea concedió ese valor supremo a la máquina. En la civilización que está surgiendo ahora no habrá nada más valioso que la mente humana, su capacidad de conocer y crear. Para que esa mente tenga condiciones de desarrollo óptimas tiene que formarse y madurar en un entorno cultural de máxima calidad, en un entorno que la enriquezca e inspire incesantemente.

En el mundo que nace, junto a muchas otras divisiones -una de las principales es la que separa a los ricos de los pobres-, será cada vez más profunda la división entre los que tendrán acceso al saber y la cultura y los que carecerán de él y, por consiguiente, estarán condenados a la marginación, a la condición de seres de segunda categoría. Los jóvenes saben que así será el mundo que nace y por eso participan en un grado jamás antes conocido en los procesos de formación y escolarización. Esa tendencia aumenta incesantemente.

Podemos observar que, en los países que tienen los ojos puestos en el futuro y en los retos que éste planteará a las culturas nacionales, las inversiones realizadas en ellas ocupan lugares muy importantes entre los gastos presupuestarios. No se trata de inversiones a fondo perdido, porque las cuotas que se gastan en la cultura suelen aportar beneficios, suelen demostrar que fue un dinero invertido con fundamento y con utilidad económica. Estados Unidos consigue enormes ingresos gracias a la exportación y la propagación en el mundo no solamente de los productos de su cultura de masas. Pero si encontramos en el mundo entero infinidad de productos de esa cultura, películas, telefilmes, otros programas de televisión, música popular y clásica, literatura, pintura..., no es porque la sociedad estadounidense esté dispuesta a todo con tal de que su cultura domine en el mundo. El secreto radica en que esos triunfos de la cultura dan cuantiosas ganancias a las empresas y monopolios de Estados Unidos.

La globalización ha descubierto un gran negocio en tres esferas de la actividad humana: la cultura, la enseñanza y la información. Y para colmo, el proceso se desarrolla a nivel planetario. A comienzos del siglo XX nació la sociedad de masas, una sociedad que ahora se está transformando en planetaria. Del mismo modo se puede decir que la cultura de masas se está transformando en cultura planetaria.

Una pregunta surge de inmediato: ¿cómo será esa sociedad? Podemos aventurar la idea de que sus gustos y preferencias serán similares a los de la sociedad de masas. La principal polémica se da en torno a la inseguridad acerca del modelo de las relaciones entre distintas culturas. Unos afirman que viviremos pacíficamente en un mundo multicultural. Otros creen que las culturas se combatirán y generarán conflictos. Hay también partidarios de la opinión de que la uniformidad cultural avanza a un ritmo tan acelerado a nivel planetario que ya muy pronto no sólo todos seremos parecidos, sino que correremos el peligro de ser idénticos. Hay que reconocer que esa uniformidad ya ha avanzado mucho, al menos en el aspecto superficial de la gente. El mundo entero usa calzado deportivo, pantalones vaqueros y camisetas tipo polo. Esas prendas son tan cómodas y baratas que, aun en los lugares de mayor pobreza, han eliminado la vestimenta típica y tradicional: los harapos. En una palabra, podemos toparnos con muchos mendigos, pero la mayoría de las veces estarán aceptablemente vestidos. Y si ello es así es porque la globalización significa también la propagación de lo barato y de lo cursi. Y hay que admitir que en algunos casos esos rasgos del proceso contribuyeron a la mejora del nivel de vida de la gente, lo que no significa que sean ciertas las afirmaciones de los entusiastas de la globalización de que la generalización de las técnicas de comunicación por satélite e Internet bastará de por sí para liquidar las diferencias y desigualdades existentes en la sociedad humana y que son una maldición cada vez mayor por ser cada vez más profundas.

La globalización, su expansión dinámica e intensa, el fuerte espíritu de empresa que le acompaña, provoca en el mundo reacciones diversas.

Tiene partidarios y portavoces sobre todo entre los círculos relacionados con las grandes empresas supranacionales, con los grandes bancos, con las grandes redes mediáticas y con las grandes organizaciones no gubernamentales; es decir, con los más ricos, con la clase global que gobierna hoy el mundo. Es la gente que se siente más segura de sí, la que manifiesta más optimismo cuando habla de la globalización.

Otra es la reacción de Europa, donde la globalización es apoyada solamente por una parte de la sociedad, mientras que no faltan los escépticos frente a la conveniencia del proceso y los adversarios más convencidos. Europa siente miedo ante el futuro, porque está perdiendo el papel que siempre tuvo de líder mundial y todavía no ha encontrado otro satisfactorio en un mundo en constante cambio.

Los países pobres, en realidad todo el Tercer Mundo, mantienen una actitud hostil frente a la globalización, a la que definen como una nueva colonización. En esas regiones, la economía de mercado interesa a muy pocos, porque se trata de países que apenas tienen cosas para vender en el mercado libre.

Hay que señalar que en las culturas del islam y del budismo se distingue la globalización tecnológica de la globalización cultural. Esas culturas aceptan las innovaciones técnicas, pero en ningún caso admiten las consecuencias culturales que acarrea.

La globalización asusta mucho a la gente y a las instituciones que no están en condiciones de oponerse al proceso impulsado y promovido por las fuerzas económicas y mediáticas más potentes del mundo. Esos temores empujan a algunos círculos a tratar de aislarse del fenómeno, de encerrarse en un mundo propio, sin darse cuenta de que la cultura, en la era de la globalización, se encuentra en una situación singular. Mientras tanto, es evidente, en un mundo que se globaliza, la situación de las culturas nacionales cambia cada día. La globalización, que supera las fronteras estatales e ignora incluso las legislaciones nacionales -como demuestra Internet, uno de sus principales instrumentos-, introduce en las culturas nacionales, de manera inexorable, el mecanismo del mercado, la tendencia a la mercantilización de todo lo que es producto de la mente y el espíritu humanos. La globalización, así vista, ofrece la posibilidad de sobrevivir sólo a las culturas que generan obras de gran valor estético y ético y que disponen, a la vez, de una gran fuerza económica y financiera que les permite resistir la competencia e impedir la marginación.

La nueva situación del mundo en la esfera de las comunicaciones ha hecho que el individuo tenga un acceso más o menos libre no solamente a su cultura nacional, sino a decenas de otras culturas, a veces muy potentes y ricas. El hombre se encuentra constantemente obligado a elegir porque la capacidad de percepción y asimilación de su mente sigue siendo limitada.

Esa total apertura del mundo que tanto nos satisface y alegra tiene que preocuparnos también, en el mejor de los casos, un poco, porque somete cada cultura nacional a una inexorable confrontación con otras culturas. La apertura del mundo obliga a las culturas nacionales a ponerse en movimiento, a circular, porque nunca antes los bienes de la cultura fueron sometidos a una divulgación y propagación tan intensos como ahora. Marshall McLuhan dijo que el mundo se convertiría en una aldea global. Nosotros podemos decir que en cada aldea hay un poco del mundo global.

El mercado manifiesta su dominación sobre la cultura de otra forma. Como el mercado no es otra cosa que una realidad cambiante de gustos, preferencias e inclinaciones que cambian constantemente como resultado de la incesante aparición de tendencias caprichosas, incluso los valores más estables y más sólidos pueden correr el serio peligro de ser marginados.

Antes, en los tiempos precedentes a la globalización, las culturas podían sobrevivir como sobrevivió la polaca. Hoy, lamentablemente, la pobreza ejerce una influencia muy destructora sobre la cultura, la despoja de los jugos vitales, de toda significación y de todo prestigio. Basta con prestar un poco de atención a los países pobres en los que el Estado apenas funciona y la economía está paralizada. En esos países, en la práctica, la cultura ha dejado de existir. La intelectualidad emigró, las escuelas están vacías, y las librerías, cerradas.

La cultura es el mayor tesoro de cada sociedad, de cada pueblo. Ésa es una verdad de siempre. La gente no puede vivir sin cultura, porque la cultura es una forma de vivir del ser humano. La posición que ocupa un pueblo en el mundo, la aceptación y el respeto que inspira, dependen del valor de su cultura, de la influencia que ejerce, de la fuerza de su radiación, de la manera en que es protegida y de la forma en que se cuidan su espíritu y bienes materiales, de cómo se vela por su modernidad y su apertura. Toda esa actividad de un pueblo relacionada con la cultura, su desarrollo y conservación es hoy la esencia del patriotismo de nuestros tiempos.

El siglo XXI, ya lo hemos constatado, será un siglo de creciente significación de la cultura. Eso significa que aumentarán las obligaciones y deberes, los compromisos de cada sociedad con esa esfera de la vida humana. Pero hay que ser conscientes de que ya en nuestro mundo, sin límites ni barreras en las comunicaciones, tratan de imponerse las culturas más potentes y ricas. Conseguirán resistir esa presión y sobrevivir solamente las culturas nacionales más dinámicas y creativas. Solamente esas culturas conseguirán cumplir la esperanza que son para los pueblos, para Europa y para el mundo.

Es evidente que siempre queda como opción el aislamiento del mundo, la comodidad de la inercia, pero esa solución obliga a pagar un precio muy alto, porque quien la aplica pierde significación y el mundo deja de tratarlo como a un socio de plenos derechos. No podemos olvidar que, aunque es cierto que vivimos en un mundo de grandes posibilidades, no menos cierto es que se trata de un mundo que impone condiciones muy difíciles de cumplir. El nuestro es un mundo que puede dar mucho, pero que exige también a cambio un esfuerzo muy grande y constante, una incesante concentración en el objetivo escogido y una disposición permanente a correr riesgos. Los jóvenes que entran en ese mundo, que es para ellos, son conscientes de las exigencias que impone.

La cultura es no sólo una riqueza nacional de valor incalculable. Es también una riqueza constantemente multiplicada, incrementada, pero también transformada. Es un valor que jamás tendrá principio y fin, un valor en permanente desarrollo, en proceso de constante enriquecimiento y diversificación, gracias a la participación en ella de todos. Es un sembrado que no se puede abandonar a su suerte ni un solo momento.

Ryszard Kapus´cin´ski es periodista polaco, autor, entre otros, de Ébano.

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