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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La sentencia

La sentencia de la Audiencia Nacional que declara ilegal la congelación de las retribuciones de los funcionarios públicos decidida por el Gobierno de Aznar para el ejercicio presupuestario de 1997 es discutible en algunos aspectos, pero ello no autoriza esos discursos campanudos según los cuales se está atacando la soberanía popular y el principio de separación de poderes. Aún menos autoriza a acusar a la oposición y a los sindicatos de irresponsabilidad y demagogia por pedir que se cumpla una sentencia de los tribunales. Es un sarcasmo decir que se acatan las resoluciones para a continuación presentarlas como una irresponsable maquinación de jueces empeñados en invadir territorios de otros poderes del Estado.

El tribunal ha actuado en el marco de sus funciones: garantizar derechos que los afectados consideraron vulnerados por el actual Gobierno al congelar unilateralmente en 1997 incrementos retributivos acordados legalmente entre la Administración y los sindicatos. Si el Gobierno no está de acuerdo con la sentencia, que la recurra, si es posible legalmente; y de no serlo, que inicie los contactos pertinentes para cumplirla de la forma menos gravosa para el equilibrio presupuestario. Lo que resulta del todo irresponsable es alentar un conflicto con el Poder Judicial so pretexto de que invade competencias del Gobierno e incluso del Parlamento. La apelación a Montesquieu, en este como en otros casos, esconde apenas el aroma absolutista de gobernar sin someterse al espíritu de las leyes.

La idea de que al aprobar los pactos salariales el Gobierno de entonces estaba boicoteando al de Aznar revela una mezquindad a la altura de quienes la esgrimen, pues el acuerdo se firmó en 1994, cuando a los socialistas les restaban tres años de legislatura. En ese momento no podía preverse que en 1996 habría elecciones anticipadas. Y si es cierto que la sentencia suscita dudas sobre la conveniencia de establecer acuerdos salariales plurianuales en la función pública, también plantea problemas renunciar de entrada a las ventajas que comporta hacerlo; por ejemplo, la de reducir las incertidumbres económicas. De hecho, en todo Presupuesto existen gastos públicos comprometidos en varias anualidades que constituyen una excepción al principio de anualidad de los Presupuestos y que la Ley General Presupuestaria instrumenta para no pocas inversiones o programas de gran alcance que exceden incluso el ciclo de una legislatura.

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Pero resulta claro que la sentencia presenta flancos débiles al dar por supuesto que la eficacia del convenio laboral es incondicionada en lo referente a partidas presupuestarias que implican incremento del gasto y que esa eficacia puede proyectarse sobre Presupuestos futuros. El voto particular defendido por uno de los cinco magistrados sostiene, con argumentos sólidos, que los pactos tenían eficacia directa para el ejercicio de 1995, en cuyos Presupuestos se plasmaron, pero sólo orientativa para los siguientes, en la medida en que la cuantía exacta de las retribuciones estaría sometida a variables desconocidas. El propio acuerdo incluía cautelas al respecto, admitiendo que las retribuciones tendrían en cuenta 'la evolución de las magnitudes económicas y el cumplimiento de los objetivos que se recojan en los Presupuestos Generales del Estado'.

Esas variables debieron haber sido objeto de negociación en su momento. El Gobierno no lo hizo, pero tampoco impugnó expresamente el acuerdo como lesivo para intereses superiores, como la entrada en el euro: prefirió el riesgo de un recurso sindical, convencido en su arrogancia de que ni siquiera sería admitido a trámite. Ciertamente, el fallo de la Audiencia tiene graves implicaciones ahora, pero no puede decir el Gobierno que desconocía el riesgo que asumía al elegir el camino que tomó.

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