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Columna
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La hija del presidente

A finales de la semana pasada, George W. Bush, el sangriento tejano, tomó posesión como presidente de los Estados Unidos, lo cual es como decir que tomó posesión de todos nosotros. Los medios de comunicación reprodujeron fielmente la escena: allí estaba Bush, con la mano en alto, jurando todo tipo de fidelidades y lealtades; estaba el presidente del Tribunal Supremo, sumo pontífice civil del evento; estaba la primera dama (todos estamos resignados a la primera dama); y estaba el bueno de Bill Clinton, en un discreto segundo plano, seguramente recordando con melancolía sus tiempos de máximo capataz del planeta.

Pero ¿quién demonios era aquella niña? También salía en las fotos una chica, una chica de esas peposillas (a veces uno piensa que todas las chicas americanas son peposillas) compareciendo, con su madre, en primera fila de la parafernalia constitucional. Las noticias daban cuenta entonces de Jenna, la hija del presidente Bush.

En Europa nos desconciertan muchas cosas del sistema político americano, entre ellas la de la primera dama. No hay más que entrar en la página web de la Casa Blanca para comprender la extraordinaria importancia que se da a la mujer del presidente, una relevancia que para sí hubieran querido, en sus buenos tiempos, las esposas españolas de los generales africanistas o de los gobernadores militares de provincias de tercera. Lo que ocurre es que, a efectos constitucionales, la familia presidencial está ensanchando sus límites y amenaza con ocupar por sí sola todo el paisaje mediático de la política americana.

De hecho, llevábamos ya ocho años entregados a Chelsea Clinton, la hija del anterior presidente, en cuya atroz y panorámica sonrisa de dientes sobredimensionados uno adivinaba la profunda ingenuidad de la democracia americana. Hemos envejecido con Chelsea. Las noticias internacionales estaban invadidas por su figura. Ni Arafat, ni Putin, ni Blair podrían competir con ella en número de apariciones. Uno no sabe por qué, pero cada vez que Clinton aparecía en algún punto del planeta, haciendo algo, diciendo alguna cosa, o haciendo como que hacía o decía, allí estaba su hija, con una sonrisa tonta, relajada, obscenamente dental. Uno se preguntaba ¿qué demonios hace en la vida esta chica, aparte de mirar a su padre con ojos de ternero?

Para nuestra suerte, o para nuestra desgracia, los mecanismos constitucionales de la democracia más admirable del planeta han funcionado: sí, Chelsea sale de escena y entra en ella con nuevos arrestos Jenna Bush. Comparecerá una y otra vez ante las cámaras, nunca dirá nada, se limitará a admirar cómo su padre hace o dice alguna cosa. Crecerá ante nuestros ojos y sus tiernos mofletes de peposilla americana irán creciendo al mismo ritmo que sus caderas. De niña a mujer, como dijo el bardo de Florida.

Jenna Bush mientras su padre jura lealtad a la Constitución. Jenna Bush en las visitas a Buenos Aires, Tel Aviv y San Petersburgo. Jenna Bush en un almuerzo con nonagenarias de California o con rudos vaqueros de Wyoming. Jenna Bush bailando (suelto), Jenna Bush bailando (agarrado). Jenna Bush besando (a su padre). Jenna Bush visitando oficinas federales, embajadas de países africanos o despachos de la ONU. Jenna Bush, creemos, abandonando sus estudios para hacer de primera hija de la primera dama por tiempo indefinido. No van a ser malos años. Mucho peor sería estudiar.

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Como no es previsible que la administración Bush acabe con la pena de muerte, los papos de Jenna idem correrán paralelos, en el imaginario colectivo, a las electrocuciones y las inyecciones letales de los Estados más rigurosos de la Unión. Habrá aprendido de Chelsea a estarse muy callada, mirando a papi con arrobo y admiración. El propio Clinton, en la ceremonia de jura de Bush, tuvo que ceder la preeminencia a la primera niñata del planeta. No es mala venganza: su hija hizo lo mismo con vicepresidentes, congresistas, jueces y generales. En qué puñetero artículo de la Constitución americana se habló nunca de ese cargo.

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