Una cuestión de estilo
Lo sucedido con la sentencia de la Audiencia Nacional sobre los sueldos de los funcionarios no es un trágico enfrentamiento entre dos poderes del Estado en una semidemocracia agónica. Parece más bien la repetición de un fenómeno político frecuente, al menos en España: la súbita reaparición de un acontecimiento del pasado, ya olvidado, que causa un considerable estropicio trasladando el debate al tiempo pretérito y sin esperanzas de resolverlo en un plazo corto de tiempo. En muchas ocasiones, la culpa de lo sucedido deriva, más que de un acto concreto de gobierno, de una actitud errada o no bastante meditada.
Conviene ejemplificar para comprender lo ahora sucedido. Muchas de las decisiones más discutibles -o simplemente lamentables- de los Gobiernos socialistas en el pasado nacieron en la atmósfera de esa especie de efervescencia cuasirreligiosa del 'cambio'. En su momento fueron bien recibidas por la opinión; luego se descubrió que encerraban graves errores en los que no se había reparado. De ese modo nació la conciencia equivocada de que aquel Gobierno había pasado por una etapa inicial positiva para luego acabar de una forma detestable.
Este verano un ex ministro de UCD, reconvertido en dirigente del PP, me decía que un rasgo distintivo de la posición de centro consiste en convertir el pacto en instrumento perpetuo de gobierno. Es verdad y la mejor prueba la tenemos en que el aspecto en que mejor puntuación pudo obtener la primera etapa del Ejecutivo del PP fue en lo relativo a la política social, sobre todo teniendo en cuenta las expectativas iniciales. Pero en otros campos, como el de la retribución de los funcionarios, no existió el menor resquicio no ya de pacto, tampoco de diálogo, y las consecuencias se pagan ahora. Llama la atención que el Gobierno de aquellas fechas no se diera cuenta de las inevitables consecuencias de sus actos respecto de las fuerzas políticas y sociales en presencia.
Optando por no dialogar condenaba a los sindicatos a recurrir a los tribunales. Habiendo los socialistas suscrito el acuerdo previo con los sindicatos para un periodo en que les correspondía gobernar, de forma obligada deben permanecer en una actitud antagónica con respecto al Gobierno en esta materia, por más que ahora el PP apele al consenso. La paradoja es que si el Gobierno socialista hubiera cumplido su periodo normal de estancia en el poder ahora la cuestión ni siquiera se plantearía.
Un rasgo característico de la política profesional consiste en vivir en la inmediatez más absoluta de modo que todo acontecimiento adverso que además resulte inesperado se concibe como el resultado de una conspiración enemiga. Si lo mejor del PP en las elecciones generales pasadas fue la forma inicial de recibir la noticia de su mayoría absoluta, ahora lo peor del varapalo es cómo se lo ha tomado. La reacción del Gobierno ha sido nerviosa, apresurada y con una sensación de agobio que no parece justificada. Ni siquiera quienes votaron con el PP los Presupuestos en cuestión ahora se han alineado con él.
No tiene ningún sentido acusar a los jueces de convertirse en unos entrometidos obsesionados con zancadillear al Gobierno. Menos aún acusarlos de dementes o de peligrosos revolucionarios como se ha hecho en dos periódicos que se autodefinen como liberal y como conservador, respectivamente. Lo verdaderamente liberal-conservador es respetar a los jueces siempre.
Se puede comprender la preocupación del Gobierno por mantener controlado el gasto; otra cosa es que se atribuya todas las bendiciones de la coyuntura económica y de la anterior política desarrollada. Pero eso debiera hacerle pensar que, ya que no se hizo antes, sería mejor pactar ahora. De lo contrario, se arriesga a un conflicto interminable y áspero con un sector social, el funcionariado, que, como la judicatura, le ha votado en una proporción muy elevada.
Un conocido político contemporáneo recomienda aplicar a los conflictos graves la receta de las tres 'p': prudencia, paciencia y perseverancia. Con esa pócima quizá no todo se soluciona pero al menos se consigue un estilo político que permite sobrevivir y resolver una parte. Pero el autor de la fórmula se llama José María Aznar y no parece dispuesto a aplicársela ahora a él mismo.
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