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Columna
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Fama

En una reciente visita a Venecia tuve la ocasión de contemplar una imagen con categoría de símbolo: en la iglesia de Santa Maria dei Frari, alguien había abandonado una rosa sobre la tumba de Monteverdi, detrás de una cancela. La tumba era una lápida gastada por los siglos, donde a duras penas se grababa el nombre de un compositor contra el que luchaban la pátina, la humedad, el peso intolerable del tiempo y los silencios. La flor echada amorosamente sobre ese nombre también se hallaba en proceso de descomposición, y pronto no sería más que una frágil momia, un garabato negro, víctima, como la memoria a la que había sido inmolada, del tiempo que deshoja todas las cosas.

A mí aquella imagen de alegoría barroca me hizo meditar sobre la misteriosa consistencia del recuerdo, sobre la transparencia del olvido, como dice Lytton Strachey en un hermoso libro. Se me ocurrió que cuatro siglos de muerte ininterrumpida no habían podido acallar el crecimiento de las rosas, que la esterilidad del olvido y su veneno no habían logrado impedir que aquella flor creciese junto a la tumba, cortada y hermosa. Mientras hubiera manos que dejaran morir rosas sobre su cuerpo, Monteverdi estaría a salvo de la nada, de esa nada que atrapa con tanta facilidad a los mediocres, al grueso del batallón de los seres humanos. Ars longa, decían los latinos, contraponiendo la inmortalidad del arte a lo efímero de la vida: basta visitar el túmulo de los verdaderos artistas para comprobar que es cierto, que la musa hace medrar el recuerdo de una carne marchita. Las flores, los poemas, las zapatillas de baile que amantes anónimos han dejado en las tumbas de Oscar Wilde en París, de Diaghilev en el mismo cementerio de San Michele de Venecia, enseñan que la muerte, si no anulada, sí puede ser postergada por el arte un plazo más.

En la Antigüedad, la inmortalidad se alcanzaba por las grandes obras: poetas y héroes recibían como el más preciado de los dones un puesto en las epopeyas, que cantarían hasta el ocaso generaciones de hombres. Recordemos que Aquiles acepta su condición de mortal precisamente a cambio de la eternidad que le otorgará la fama. Antes, la fama exigía esfuerzos y renuncias, la costosa erección de una obra que desafiara a los siglos; hoy, en nuestros tiempos democráticos, es más asequible a todo el mundo. Basta con que la televisión, ese maravilloso electrodoméstico, designe a algún desconocido para que le toque la lotería de los elegidos.

Las bocas corearán ese nombre, se imprimirá en satén y papel, su efigie circulará por consultas de dentistas y peluquerías. La pantalla de nuestros salones y el altavoz de nuestras cocinas se llenarán de la presencia de ese nuevo numen, y lamentaremos con envidia no ocupar un lugar así en las sobremesas de las abuelas. El Ayuntamiento de Salteras, provincia de Sevilla, ha destinado la práctica mitad de su presupuesto de cultura a contratar a Tamara, esa pobre Cenicienta de la caspa y el pelucón postizo. Muchos critican su decisión y tratan la maniobra de inconcebible, pero ¿qué hacer si el día señalado el auditorio se llenará de personas que gritarán ese nombre y que agitarán cartulinas estampadas con su firma? La razón del contrato que dio el alcalde fue poderosa: así el nombre de Salteras también sonará por televisión.

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