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La ley de las 'no personas'

Diego López Garrido

Hoy entra en vigor la ley 8/2000, llamada de extranjería -que no de inmigración-, ejemplo de que la historia de la humanidad no necesariamente va en la dirección del progreso, de la amplitud de la libertad, de la igualdad, de la inteligencia para abrir espacios al crecimiento económico, al bienestar de las personas o a la democracia de la vida cotidiana.

Es una ley que rompe abruptamente con la anterior -y efímera- ley 4/2000, que atisbaba por vez primera lucidez en el tratamiento del fenómeno de la inmigración. La ley 8/2000 no regula la inmigración (en realidad, sólo la reprime torpemente), sino la extranjería, que es cosa muy distinta.

La ley 8/2000 niega a los trabajadores inmigrantes -que en la inmensísima mayoría tienen que pasar por la clandestinidad en la entrada o por la irregularidad en la estancia- los derechos básicos de los seres humanos (reunión, manifestación, asociación, sindicación, huelga). Les amenaza con expulsarlos en 48 horas sin garantía posible. Hace casi imposible el derecho de asilo, al sancionar y prohibir a las compañías de transporte trasladarlos a España. Les cierra la asistencia jurídica gratuita en litigios habituales. Convierte al trabajo sin papeles en un cuasi delito que lleva unida la expulsión. Y suprime la regularización permanente.

Es una ley contra los trabajadores de este siglo que no viven, sino sólo sobreviven, que aún tienen necesidad de trabajar y que no han llegado a la fase -que disfrutan nuestros trabajadores europeos- de trabajar con libertad.

Es una ley que resucita de algún modo la división entre libres y esclavos de las polis griegas. Lo es en cuanto somete al trabajador a la absoluta dependencia de las mafias y del empresario, del cual depende -si lo delata- su vida misma. Los medievales siervos de la gleba tenían un estatus de mayor protección jurídica que el inmigrante de hoy día.

La ley 8/2000 -aunque suene duro- no es una ley para las personas. Las personas, en el modelo democrático europeo, tienen unos derechos cívicos y laborales adquiridos y consolidados, que se han internacionalizado a través de una serie de tratados internacionales, que han dado un impulso formidable a los Derechos Humanos. Los mismos tratados que permitieron perseguir los crímenes contra la humanidad no sirven para evitar ese crimen que sufren los que, por miles, mueren en el mar para llegar a Europa. Ello entre la indiferencia social o la alarma por una supuesta 'invasión', alimentada por los grandes medios de comunicación, aquí absurdamente seguidistas de los gobiernos.

Es una ley que intenta hacer invisibles a los inmigrantes trabajadores, que no podrían ser afiliados a un sindicato o ser empadronados en un Ayuntamiento, entidades a las que se empuja a la desobediencia. Como dijo Matutes, repite ahora el Gobierno, esas 'no personas' no existen para los derechos, sólo para la represión, para el 'no derecho'. Se ha inventado un nuevo tipo de ser humano, aquel que no tiene derechos; es decir, que no es persona.

Es hipócrita decir que eso sólo va con los irregulares. Los inmigrantes que llegan a España no lo hacen para ocupar un puesto de trabajo preparado, limpio. Vienen para buscar trabajo, y no pueden hacerlo sin atravesar por la situación de 'sin papeles', sencillamente porque el Estado no se los da. La irregularidad es una constante de toda inmigración, y la única forma de combatirla es afrontándola y canalizándola. La inmigración regular, ordenada, lisa y llanamente no existe. Y las políticas de 'tolerancia cero' con la inmigración irregular, como la de la ley que hoy inicia a ciegas su andadura, sólo han hecho crecer las entradas clandestinas y, por tanto, la marginalidad, que es el germen de la xenofobia y el racismo, del modelo El Ejido.

La ley 8/2000 concibe la ciudadanía como un resorte de exclusión, no de inclusión. Cancela toda posibilidad de participación o diálogo político con el municipio y la colectividad con la que el extranjero convive. No abre una sola puerta a la integración ciudadana, sino que segrega al inmigrante de esa colectividad.

La ley 8/2000 exhibe todas las contradicciones de la globalización, que ha potenciado las migraciones como nunca en la historia, que las ha facilitado materialmente (y económicamente, al ahondar la brecha entre el Primer y el Tercer Mundo), que ha roto las viejas divisiones entre inmigrantes por razones humanitarias y por razones económicas, que ha reestructurado las poblaciones en el mundo, provocando una bajada brusca en la demografía de los países desarrollados y 'llamando' con ello a los trabajadores de los países africanos, asiáticos o latinoamericanos, los cuales, al llegar al 'paraíso' del Occidente industrializado, encuentran un muro.

No hay alternativa a corto plazo a este fenómeno de la inmigración irregular en la Europa del envejecimiento poblacional, que registra una tasa de crecimiento demográfico aún inferior al de los 25 primeros años del siglo XX. En el periodo 1990-1998, la tasa de migración neta en la Unión Europea ha sido del 2,2% (800.000 al año), contra el 3% en Estados Unidos y el 6% en Canadá, países con fortísimo crecimiento productivo. De ahí la imperiosa necesidad de una 'migración de relevo'. Sobre todo cuando Europa pretende llevar a la tasa de empleo medio, en el 2010, desde un 61% a cerca de un 70%, única forma de hacer posible los sistemas de protección social y de que puedan mantenerse sectores como el agrícola, la construcción y las obras públicas de infraestructura, los servicios domésticos, el turismo y otros sectores estacionales e industriales. La inmigración nunca ha sido una causa de paro, sino de crecimiento.

Pero la pedagogía de este Gobierno es la contraria, y la ley 8/2000 es su símbolo. Eso en un país de emigrantes (también en la España interior), cuyos juristas legitimaron la conquista de América afirmando la existencia, como derecho universal, del jus migrandi y del jus accipiendi domicilium de los nuevos territorios. Una elaboración que influenció el pensamiento iluminista en el tema de los derechos universales y legó un texto tan fundamental como la Constitución francesa del año I (1793), que atribuía el derecho de ciudadanía a 'todo extranjero que, domiciliado en Francia desde al menos un año, viva de su trabajo, o sea propietario, o está casado con una ciudadana francesa, o adopte un niño, o mantenga a un anciano, o sea juzgado merecedor de ello por el Parlamento por su aportación a la humanidad'. Qué distinto a lo que ocurre en los Estados contemporáneos, en donde existe el derecho de emigrar... a ninguna parte, porque no existe el de inmigrar.

Sin embargo, nada como el caso de la ley 8/2000, que no tiene parangón en toda Europa. Ningún país europeo niega explícitamente, sin pudor, a una persona, sea cual sea su nacionalidad o situación, los derechos fundamentales, ni ningún país de la UE puede expulsar a un extranjero irregular en 48 horas por la sola decisión del Gobierno y la sola detención de la policía sin control judicial eficaz.

Ese esfuerzo del Gobierno será inútil, aunque sirva para hacer la vida imposible a miles de inmigrantes, envileciendo de paso la de los españoles que convivimos con ellos, en un dualismo ciudadano insoportable. Será inútil -como se ha puesto de manifiesto nada más aprobarse la ley-, incapaz de dar salida al hecho de decenas de miles de trabajadores que sostienen la producción de pueblos enteros. Aunque no tengan papeles tienen manos para trabajar.

La ley 8/2000 nace muy tocada. Porque es una ley de extranjería, no de inmigración. Y porque la democracia no admite en su interior que conviva una legalidad para los 'ciudadanos' con otra para los 'metecos' modernos, para las no personas.

Diego López Garrido es diputado y secretario general de Nueva Izquierda.

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