Más allá de El Salvador
La naturaleza desatada es siempre temible, pero mucho más allí donde la pobreza y el atraso seculares vedan los medios materiales para prevenir en lo posible sus consecuencias. El Salvador es, una vez más, un trágico ejemplo. El terremoto que ha sacudido el país centroamericano no sólo se ha cobrado centenares o millares de vidas; ha arrasado también, según la Cruz Roja Internacional, mucho de lo que se había reconstruido tras el paso, hace dos años, del devastador ciclón Mitch. La pequeña nación reinicia así su particular ciclo de sufrimiento.
La solidaridad internacional es, en estas circunstancias, elemento capital. Se trata de aportar rápida y tan masivamente como sea digerible por las víctimas socorro técnico y humanitario que ayude a salvar vidas, a hacer más llevaderas las de los desposeídos y a restablecer las infraestructuras que permitan soñar de nuevo con la normalidad. El Gobierno español ha coordinado con rapidez y eficacia la respuesta de diversas administraciones públicas y muchos ciudadanos, especialmente sensibilizados ante el sufrimiento de quienes comparten el idioma con nosotros.
Aparte de los equipos de rescate para rastrear las ruinas (perros especializados, microcámaras) y los de telecomunicaciones para sustituir las líneas terrestres seriamente dañadas, los organismos que canalizan la ayuda ponen el énfasis en que la solidaridad se exprese principalmente en donativos económicos que permitan hacer frente a las primeras necesidades.
Pero el benéfico ramalazo de la emoción urgente -aviones de socorro, donativos, etc.- no puede hacernos olvidar que desastres como éste recuerdan una vez más la hipocresía institucional que rige las relaciones entre países ricos y pobres. Por ceñirnos a nuestro ámbito, en Europa sólo Dinamarca, Holanda y Suecia cumplen el objetivo fijado hace ya treinta años por Naciones Unidas de que el mundo desarrollado dedicara el 0,7% de sus recursos a las naciones subdesarrolladas. España, con un vergonzoso 0,23% del PIB según las últimas estadísticas, está a la cola de la UE. El imperio por antonomasia, Estados Unidos, después de una década de riqueza sin parangón, dedica al mismo capítulo menos del 0,10%. Sobran las palabras.
Las calamidades a gran escala, que se ceban con frecuencia en países de recursos escasos y con frecuencia ya consumidos por el servicio de deudas externas impagables, muestran una y otra vez que la solidaridad espontánea no basta. El caso de El Salvador hoy vuelve a poner sobre la mesa -como otros desastres en África, Asia o la propia Latinoamérica- la necesidad urgente de un mecanismo financiero internacional, estable, automático y reglado, que permita albergar esperanzas razonables de recuperación a las naciones más zarandeadas. En esto también consiste el tan retórico concepto de nueva arquitectura financiera internacional. Si estamos o nos dirigimos hacia una sociedad global en tantas cosas, si existen instituciones para rescatar economías en el precipicio, a veces por conductas abiertamente delictivas de sus dirigentes, parece que con mayor razón se justifica un hospital de ámbito mundial que recupere naciones devastadas por la arbitrariedad de la naturaleza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.