El legado de los Borja
Tiene razón Joan Francesc Mira cuando se queja del escaso interés con el que la sociedad valenciana, en general, contempla su historia y, más concretamente, la historia de los Borja. Una familia, ésta sí, a la que se le puede aplicar el calificativo de poder valenciano stricto sensu, sin ruborizarse. Y no sólo porque resultó una familia de emigrantes poco común, que, en buena medida, determinó el curso de la historia europea de finales del XV, dio paso al Renacimiento, y, además, todo hay que decirlo, barrió para casa, la suya, promoviendo por doquier universidades (como el propio Estudi General de Valencia), ducados, palacios y santidades, sino también porque elaboró, sin saberlo, una depurada normativa sobre, al menos, dos de las grandes líneas de acción en las que se asienta, desde entonces, la política en general, y la española, en particular: el nepotismo, de un lado; el maquiavelismo, de otro.
Lo resaltable tal vez sea, para nuestra desgracia, que esto último haya sido lo único que, a fin de cuentas, parece habernos quedado de su herencia; el meollo central de lo que hubiera podido ser el extenso y rico legado de los de Xátiva-Gandia. Ciertamente, podría haber sido un leve retazo del espíritu modernizador, dentro de un orden, de Rodrigo, el papa Alejandro VI, o una pequeña parte del impulso renacentista de César, o un poco de la pasión por el patrocinio de la cultura y el arte que anidó en la divina Lucrecia. Pero no, nada de eso; lo que, de verdad, ha quedado se parece más bien a un tratado completo sobre: 1. cómo dar cobijo a los tuyos, para evitar que otros te envenenen antes de tiempo; y 2, cómo acabar refinadamente, y sin pruebas, con tus enemigos, de manera que, de ser ello posible, parezca un accidente o una venganza entre ellos mismos.
No diré yo que sea lo mismo, pero cualquiera que haya vivido algo de cerca la vida interna de los partidos políticos españoles, y de la política en general, en los últimos dos decenios, debe saber de lo que estoy hablando. ¿Quién no ha tenido, (y si no los ha tenido, se los ha inventado) sus Orsini, sus Sforza, sus Colonna, sus Alfonso y Fernando de Aragón, sus Savoranola, sus reyes de Francia, y hasta sus bastardos, modelo Ferrán de Nápoles, que siempre estuvo a punto de todo y nunca llegó a nada? ¿Quién no ha nombrado a sus propios cardenales (diputados y demás cargos) para garantizarse la sucesión? ¿Quién no ha utilizado artes maquiavélicas para enfrentar a los príncipes (secretarios comarcales o jefes de familia) entre sí y desgastar opositores ambiciosos? ¿Quién no se ha rodeado de familiares y amigos; sean éstos productores de lino, de teléfonos, de periódicos o televisiones, para sobrevivir al poder? ¿Y quién, a pesar de ello, no ha sido desterrado sin piedad, a la postre, por voluntad del Julio II de turno, harto de verse relegado, hasta ese preciso momento, a labores subalternas en palacio?
Es el eterno retorno, desprovisto ya del calificativo de mito. O sea, quinientos años después, nada nuevo bajo el sol. Quizá la única diferencia, aunque notable, sea que, ahora, las armas de guerra para el Cesar Borja moderno no las diseña el gran Leonardo da Vinci, sino un grupo de jefecillos políticos locales o de asesores mediáticos dedicados, full time, a la elaboración de dossiers o a presentar los telediarios. Es el signo de los tiempos.
En fin, que resulta muy recomendable, para cualquier ciudadano valenciano que se precie, de lo uno y de lo otro, la lectura del libro de J. F. Mira: Los Borja, familia y mito, editado por Bromera (también el que le precedió: Borja, Papa); pero no sólo para aprender (y mucho) sobre nuestra propia historia, sino, también para comprender un poco mejor los entresijos de esta política, algo cutre, que nos ha tocado vivir. De lo que ya no estoy tan seguro es de que también lo fuera (recomendable) para los políticos en activo; entre otras cosas porque, con toda probabilidad, su interés se centraría, exclusivamente, en aquellos detalles técnicos orientados al ejercicio y mantenimiento del poder, que también especifica Mira, y, en consecuencia, me temo que, tras la lectura, todos saldríamos perdiendo. Todos, menos ellos mismos, claro está. Molière, que, además de maestro de la comedia, era un cachondo, ya lo avisó, a su manera: un tonto ilustrado suele ser más tonto que un tonto ignorante. No sé muy bien a quien se referiría en concreto, pero reconozcamos que, en el terreno de la ilustración, al francés le sobraba autoridad.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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