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Columna
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Quizá algún día

Hace ahora unos veinte años leí en la prensa una historia sorprendente: en la provincia canadiense de Manitoba un ciudadano le había ganado una insólita batalla al gobierno. La resumo en varias líneas: Manitoba es constitucionalmente bilingüe desde hace siglo y medio, lo cual no había impedido que los políticos locales ignorasen dicho principio, puesto que los votantes de lengua francesa sólo son allí unos pocos miles en un mar inglés. Un día, el señor Forget (no estoy muy seguro de su apellido, el tiempo difumina las cosas) se encontró en el parabrisas de su coche una multa por estacionamiento indebido. Ascendía a varios dólares, una bagatela.

La ignoró, y también los recargos que fue sucesivamente recibiendo, hasta que el caso pasó a los tribunales. Allí, Forget alegó que únicamente la abonaría si la redactaban en francés, su lengua materna. Por supuesto, se rieron en su cara. Perdió y fue condenado en primera instancia, así como en las instancias posteriores, pero él iba a lo suyo: fue apelando juicio tras juicio (ayudado financieramente por un receptivo gobierno federal), hasta llegar al tribunal supremo. Y allí, con la constitución en la mano, los jueces le dieron la razón. Aquel bombazo tuvo implicaciones mucho más amplias que una simple multa: el gobierno manitobense se vio forzado a traducir al francés todos los textos legales de siglo y medio de inconstitucionalidad, lo cual supuso millones de páginas, así como empleo seguro para una legión de traductores. Pero, sobre todo, lo mejor fue que por una vez Goliat mordió el polvo, cosa que hasta entonces era sólo un episodio de la ficción bíblica.

Cuento esta historia porque me la ha recordado otro David que ha decidido enfrentarse con un poderoso Goliat. Abelardo Martínez, un quiosquero de Valencia, acaba de llevar a los tribunales a José María Aznar, el presidente del Ejecutivo, acusándolo de un presunto delito de prevaricación y fraude electoral, ya que ha incumplido la promesa que hizo durante la campaña del 12-M, según la cual, si ganaba los comicios, eliminaría el impuesto de actividades económicas (IAE) a las pequeñas y medianas empresas.

Hasta aquí llega la noticia, veamos ahora las implicaciones: los últimos actos públicos del Ejecutivo español, en especial el indulto del juez prevaricador Gómez de Liaño (anulado ahora por antijurídico), le auguran un mal porvenir a la acción legal interpuesta por Abelardo Martínez, pues habrá de ser Jesús Cardenal, el fiscal general del Estado, quien, ex oficio, acepte o no llevar la acusación contra Aznar ante el Supremo. Nadie ignora de qué pie ideológico cojea Cardenal: su posición a lo largo del caso Pinochet fue muy explícita.

Lo cual no quiere decir que la maniobra de Abelardo Martínez haya sido en vano: tiene el mérito de ser mediática, de confortar los corazones, de servir como prueba filosófica de que aquí, en principio, nadie es impune ante la ley, así como de tema de conversación en bares, restaurantes y tabernas, lo cual no es moco de pavo.

De manera, lector, que si crees en Dios, en la lotería, en los discursos de Zaplana o en la vida extraterrestre, no pierdas la esperanza: quizá algún día asistas al sublime espectáculo de ver a Goliat sentado en el banquillo.

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