Guardias urbanos
Tras la trágica muerte del guardia urbano de Barcelona Juan Miguel Gervilla y la exitosa acción de una pareja de agentes de este cuerpo que detuvieron a los presuntos autores de los últimos crímenes de ETA, tanto la clase política como la ciudadanía en general han realizado un reconocimiento unánime de la Guardia Urbana, un cuerpo que, por esencia y funciones, es el que siempre está más cerca del ciudadano y cuyos miembros no siempre se sienten apoyados ni por la sociedad a la que sirven ni por los políticos de los que dependen. Sin ir más lejos, la Guardia Urbana de Barcelona, al igual que los bomberos, ha vivido en los últimos tiempos un largo conflicto con el equipo de gobierno municipal, tanto por reivindicaciones generales del convenio municipal como por cuestiones propias de cada cuerpo.
Y frente a exigencias lógicas y legítimas, como la demanda de más personal en la Guardia Urbana, a cuya plantilla, que estaba congelada, se la obligaba a hacer más y más horas extras, la respuesta del equipo de Joan Clos fue durante meses el silencio o la negativa a atender sus demanadas.
Ello añadía un motivo de frustración y desánimo para los agentes, que ya de por sí viven y sufren las consecuencias de tener a su cargo la compleja tarea de regulación del tráfico y las consiguientes multas. Todos queremos tener la acera o el paso de peatones despejado para caminar, pero no nos gusta que nos multen si dejamos el coche mal estacionado mientras hacemos un recado. Una tarea estresante, tantas veces ingrata y en ocasiones, como ocurre en todas las policías municipales, dependiente de elementos políticos o electorales a la hora de multar con mayor o menor intensidad. Y por tener a su cargo la regulación y las sanciones de tráfico, muchos agentes no sentían tener ese respeto que se han ganado otros cuerpos policiales una vez que se olvidó su pasado represivo o franquista. Precisamente la Guardia Urbana de la Barcelona de 2001 nada tiene ya que ver con ese cuerpo anticuado que heredaron Narcís Serra y Enrique Figueredo en 1979, en la que o bien algunos de sus agentes no tenían la sintonía necesaria con los valores de cambio de aquellos años o bien, como había ocurrido también en la vecina ciudad de L'Hospitalet de Llobregat, existían ciertos grupos de agentes deseosos de aplicar la justicia por su cuenta.
Esperemos que la tragedia y el éxito de estos días haga reflexionar a políticos y ciudadanos para reconocer no sólo las funciones de este cuerpo, sino también a las personas que durante las 24 horas sirven en las calles. Y que el consistorio barcelonés, pasados los días de los agradecimientos y condecoraciones, se reconcilie plenamente con los hombres y mujeres de este cuerpo que, al igual que sucede con los bomberos, no se han sentido en muchos momentos suficientemente apoyados por quienes les dirigen.
Xavier Rius-Sant es periodista.
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