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Columna
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Cultura de patinete

Estos días que siguieron al de Reyes se ha visto a muchos niños, jóvenes y hasta adultos con patinete. Las Navidades fueron, por lo común, fiestas del patinete, pues se adelantó repartiendo la novedad el que dice ser y llamarse Papá Noel. Y los adalides de la modernidad han deducido que gracias a sus oficios se ha impuesto en España y acaso en el universo mundo la cultura del patinete.

Algunos estudiosos se preguntan a qué se debe la súbita e imprevista implantación de la cultura del patinete, un juguete sin pretensiones que les traían los Reyes a los niños en la década de los años 40 (quizá también de los 50), y pronto cayó en desuso, desplazado por otros de nueva factura. Pero se lo preguntan porque hemos entrado en el tercer milenio menguados de memoria (quizá por no usarla) y aceptando sin reflexión alguna la fugacidad de los aconteceres que, en cuanto ocurren, pasan al olvido.

Aquel Día sin coches del pasado noviembre, rubricado por los mandatarios europeos para que escenificáramos una vida cotidiana virtual sin coches, llegó acompañado de propuestas alternativas, y las que se divulgaron con mayor intensidad fueron la bicicleta y el patinete.

Lo de la bicicleta ya viene de antiguo. Siempre que hay ocasión (y si no la hay se inventa) salen campañas intentando convencer a la ciudadanía de que no saque el coche y vaya en bicicleta; como si diera igual. Se propugna la bicicleta en aras de la limpieza atmosférica y del deporte que es -pretenden- la base de la salud. Ahora bien, mira uno alrededor y, francamente, no se imagina a los vecinos (ni a uno mismo) pedaleando Madrid, a lo mejor Alcalá arriba sin poder reposar en el sillín, o Avenida del Mediterráneo abajo a tumba abierta, para ir a la oficina, regresar a casa, hacer gestiones, ir de compras...

Lo bueno es que mucha gente se lo cree y durante el Día sin Coches defiende apasionadamente el uso de la bicicleta, incluso considera la posibilidad de comprarse una e ir de moderno por la vida.

Este año, los muñidores de la opinión se sacaron de la manga el patinete, ponderaron las ventajas de ir a trabajar en patinete y fabularon una imagen de ejecutivo en patinete -dale que te pego el gachó, una mano a los mandos, en la otra el attaché, la corbata flameando al viento-, que cuajó y se convirtió en símbolo de la modernidad y la cultura propia del tercer milenio: la cultura del patinete.

El signo de los tiempos impone que todo sea cultura. Durante el fin de siglo hemos conocido la cultura de la cerveza, la cultura del fin de semana, la cultura de la recogida de basuras, entre otros fenómenos culturales de similar corte, sustitutivos de los fundamentos espirituales, materiales y creativos, que es -obsoleto criterio- lo que se tuvo por cultura desde la noche de los tiempos.

Las cultura -dicho sea sin ánimo de ofender- era no sólo la sabiduría sino también la creatividad; era la sensibilidad para percibir el más sutil latir de la naturaleza y el más recóndito sentimiento humano; era la toma de conciencia de uno mismo, el sentido de la trascendencia, la revisión crítica del conocimiento. Todo lo cual, claro, pasó a la historia (o seguramente a la leyenda) pues el moderno concepto de cultura rechaza semejantes complicaciones.

Basta con que algo suceda para que se convierta en cultura, así sea una solemne barbaridad. Se habla de la cultura de la droga (comprarla, venderla y tomarla son tres culturas diferentes, al parecer) y se habla asimismo de la cultura de la violencia doméstica, sin el menor rubor. Las manifestaciones de la cultura y los ámbitos que los promueve son, por lo que se ve, infinitos.

Antiguamente había gente de pensamiento, literatos con ingenio y sentido común, que dejaban en ridículo a los culteros. Quevedo definió la especie con la Cultalatiniparla, nombre de fastuoso cuño (paralelo al genial Caraculiambro del Quijote), que generó la voz cultiparlar definitoria de la cursilería. Por ejemplo, la perpetrada por quien llamó a la menstruación 'calendas purpúreas'.

Nadie se hubiese atrevido entonces a inventar culturas de patinete (palabra proveniente de patín, en francés pronunciado patán, y del propio patán español), como hacen ahora los pedantes horteras que van de intelectuales y no pasan de patosos.

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