_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aparcacoches

La Concejalía de Movilidad Urbana dará el próximo lunes por concluida la polémica Operación Cono. Su titular, Sigfrido Herráez, en un alarde de autocomplacencia, ha calificado de exitosa la experiencia por entender que ha demostrado la necesidad de liberar el carril bus de cuerpos extraños consiguiendo una ganancia de cinco minutos en los trayectos en autobús. Aunque es evidente que para este viaje no se necesitaban alforjas, si al señor edil le hace ilusión creer que ha descubierto la pólvora resultaría cruel desencantarle. Sí merece la pena, en cambio, detenerse en un inesperado hallazgo que ha propiciado la mencionada operación. Me refiero a la asombrosa capacidad de algunos restaurantes de la capital para alterar cualquier norma de tráfico que les impida aparcar los vehículos de sus clientes en la vía pública.

Un caso concreto fue observado y denunciado por EL PAÍS en la zona comprendida entre las calles María de Molina y Diego de León. Allí donde se concentran numerosos locales de tapas y restaurantes de postín en los que sus respectivos aparcacoches desarrollan una actividad frenética. Misteriosamente, un grupo de operarios de la empresa contratada por el Ayuntamiento para el mantenimiento de los conos llegaba a las doce del mediodía a la esquina de Diego de León con Serrano y procedía a la retirada de los pirulos en dirección a María de Molina. Cuatro horas después, una vez transcurrido el horario punta de los restaurantes, esos mismos empleados, con su uniforme amarillo fosforescente, volvían para reponer los conos. La operación era repetida por la noche. Uno de los trabajadores, en su manifiesta ingenuidad, no tuvo inconveniente alguno en explicar al redactor del periódico que el motivo de semejante movida era permitir el estacionamiento de los vehículos para que los aparcacoches de los restaurantes pudieran trabajar. '¿Dónde dice que pasa eso?' , preguntó el concejal Sigfrido al periodista que le interrogaba sobre la maniobra. 'Yo no sé nada', aseguraba. Y es posible que realmente nada supiera a pesar de que, según dijo, tenía unos monitores en su despacho a través de los cuales controlaba el funcionamiento del sistema en las calles. Ni sabía nada el edil, ni sabían nada los responsables de la contrata de mantenimiento. Si no fuera por las inapelables fotos que los informadores incorporaron a la noticia, habrían jurado que todo era una invención de la prensa. Sin embargo, a pesar de la ignorancia municipal y de la ceguera de sus cámaras en Madrid, todo el mundo sabe que hay muchos restaurantes que disfrutan de bula para los automóviles de sus clientes. Sólo así puede explicarse que uno o dos aparcacoches puedan controlar decenas de automóviles careciendo de estacionamiento. Cuántas veces, al dejar las llaves a uno de estos profesionales del estacionamiento, le hemos expresado nuestro temor al comprobar que amontonaba los vehículos en doble fila. La respuesta suele ser un gesto de complicidad acompañado de algún comentario tranquilizador en el que manifiestan poseer patente de corso. No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que existen tramos de la vía pública que son utilizados como auténticos cotos privados gracias a que alguien hace la vista gorda. A pesar de ello, siempre que se habla de esto el Ayuntamiento niega cualquier posible inhibición o connivencia. Un breve recorrido a las tres de la tarde por ciertas calles de Madrid permitiría elaborar una larga lista de restaurantes a cuyas puertas son alineados los coches en doble y triple fila. Son apiñados con la impunidad que les permite el tener la garantía absoluta de que la grúa municipal no hará acto de presencia. El asunto trasciende sólo cuando los vecinos perjudicados protestan públicamente o la situación pasa de castaño oscuro, como ocurrió hace un par de veranos cuando fue denunciada la presencia de policías municipales ayudando a los aparcacoches de las terrazas de Castellana. Ahora, gracias a los conos, ha vuelto a quedar en evidencia la existencia de manos que ponen el cazo o de estómagos muy agradecidos. El concejal anunció que investigaría el porqué los operarios retiraban sus conos. La pesquisa es tan sencilla como preguntarles quién les dio aquella orden transgresora. Pero no esperen grandes resultados. Los culpables seguirán comiendo de gorra y nadie les cortará la digestión.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_