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Tribuna
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Contra la Ley de Extranjería de nuevo

El autor considera que la nueva ley recorta los derechos a los inmigrantes sin papeles, reduce sus posibilidades de regularización y vuelve a amenazarles con la expulsión.

La Ley de Extranjería de 1985 (ley 7/85) cosechó, durante sus quince años de vigencia, una amplia oposición, procedente de los sindicatos, las asociaciones de defensa de los derechos humanos, las de inmigrantes, las antirracistas, las de abogados y juristas, en definitiva, de todas aquellas entidades que tenían la evidencia directa de los efectos que la ley producía sobre la situación y las posibilidades de integración social de las personas inmigradas. La oposición parlamentaria a la ley llegó más tarde; durante años fue muy reducida, pero finalmente se convirtió en mayoritaria, dando lugar a una nueva ley, la 4/2000, que ha tenido la efímera vida que va desde febrero de este mismo año hasta la entrada en vigor de la nueva ley, aprobada días atrás por el Senado.

'El Gobierno es consciente de que hablar contra la inmigración da más votos que hacerlo a favor'

La nueva ley es, sin duda, mejor que la 7/85. Las condiciones que establece para las personas inmigradas que disponen de residencia legal son notablemente mejores en aspectos como los derechos sociales, la reagrupación familiar, la residencia permanente, las medidas antidiscriminatorias, etc. Mejor aún era la Ley 4/2000, que, por ejemplo, había abierto una puerta para avanzar en el establecimiento del derecho de voto de los residentes no comunitarios en elecciones municipales; puerta que la nueva ley cierra. Pero, aunque debemos señalar el retroceso sufrido respecto a la Ley 4/2000, no podemos dejar de reconocer que, respecto a la Ley 7/85, la recién aprobada es mejor (mejor para las personas con residencia legal). Y, sin embargo, vuelve a ser una ley rechazada unánimemente por los agentes sociales (sindicatos, ONG, etc.). ¿Por qué?

El principal motivo por el cual la nueva ley resulta inaceptable reside en el tratamiento que da a los inmigrantes que se hallan en situación irregular. Mientras que la Ley 4/2000 hacía una amplia concesión de derechos a estas personas, les proporcionaba una vía para regularizar su situación y ya no las amenazaba con la expulsión, la nueva ley recorta sus derechos, reduce notablemente sus posibilidades de regularización y vuelve a amenazarlas con la expulsión.

Y, ¿por qué es tan importante el tratamiento que una ley de extranjería da a los inmigrantes en situación irregular? La respuesta a esta pregunta está en la globalidad del sistema de inmigración que ahora está funcionando en los países occidentales. Nuestra economía está demandando claramente mano de obra para ciertos sectores de la producción, al tiempo que nuestros Gobiernos lo niegan y establecen un sistema de cierre de fronteras a la entrada de nuevos inmigrantes. El resultado de eso es una entrada constante de personas por vías irregulares, con el consiguiente desarrollo de las mafias que trafican con ellas y con los correspondientes riesgos y penalidades que los inmigrantes han de sufrir. Este sistema funcionó con la Ley 7/85, siguió vigente con la 4/2000 y seguirá con la nueva ley. Para que el flujo de entrada de inmigrantes empiece a canalizarse por vías legales se requieren otros cambios y actuaciones que en estas leyes no han estado planteados.

La combinación de este sistema de entrada, con una ley que dificulta el posterior acceso a la legalidad de las personas que han ido entrando, conduce al mantenimiento permanente de una importante bolsa de inmigrantes en situación irregular. Y ello no es una cuestión secundaria; es, en realidad, una característica esencial del sistema de inmigración existente en los países occidentales, y un componente importante del sistema económico de estos países. La inmigración irregular está proporcionando mano de obra barata a determinados sectores económicos que, de otra forma, no serían competitivos. La inmigración irregular ha facilitado, en España, el desarrollo de la agricultura y ha contribuido al de otros sectores, como la hostelería o la construcción. Así ocurre también en el sur de Francia, donde buena parte de su economía agrícola está basada en la inmigración irregular, o en Grecia, donde los albaneses que constantemente entran para trabajar irregularmente están impulsando el desarrollo económico del país, o en tantos otros lugares del mundo industrializado que sigue beneficiándose, por este nuevo sistema, del subdesarrollo económico del resto del planeta.

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Una ley como la 4/2000, que facilitaba la regularización, hubiese reducido la proporción de inmigrantes en situación irregular y, por tanto, las posibilidades de abaratamiento de la mano de obra. Pero, según parece, eso necesitaba un arreglo, y el arreglo se ha hecho: la nueva Ley de Extranjería seguirá proporcionando la bolsa de irregulares que les conviene a ciertos sectores de nuestra economía.

La cuestión es si queremos un sistema de inmigración que proporciona mano de obra barata, a costa de apartar a un sector de población del sistema democrático, con el consiguiente daño que así se le hace a la democracia; o apostamos por integrar a todas las personas dentro de la democracia, equiparando sus derechos y favoreciendo la igualdad de trato. Esta segunda opción no hará posible milagros como el desarrollo del Poniente almeriense (entre otros), pero nos permitirá desarrollar nuestro Estado de Derecho, facilitará la convivencia y reducirá el espacio del racismo. Cuando el Gobierno inició la contrarreforma de la ley nos dijo que se tenía que hacer porque se trataba de una cuestión de Estado; quizás era una cuestión de Estado pero, desde luego, no era una cuestión de Estado de Derecho. Éste quedaba en mejor lugar con la Ley 4/2000.

La negativa del partido del Gobierno a corregir, en su propuesta, los artículos que niegan derechos fundamentales de la persona a los inmigrantes en situación irregular tiene una doble lectura. De un lado ahonda en lo dicho antes: estos inmigrantes no tienen casi ni la consideración de personas, lo que completa el cuadro adecuado para su inclusión en el sistema de explotación que se les ha reservado. Pero, por otro lado, también cabe la sospecha de que el partido del Gobierno no quería demasiados socios en la votación de esta ley. A pesar de haberse llenado la boca de intenciones de consenso, ha preferido presentarse ante la sociedad como principal baluarte frente a 'la amenaza de la inmigración', o como el partido de la mano dura en este asunto; sabiendo, como saben todos los partidos de Europa, que hablar contra la inmigración da más votos que hacerlo a favor.

Para los sectores de la sociedad civil comprometidos en la defensa de los derechos de las personas se abre una nueva etapa de oposición a la Ley de Extranjería. Pero, a diferencia del anterior periodo (de 1985 a 1999), en éste habrá que poner más énfasis en otras cosas para afrontar los retos que la inmigración está planteando actualmente. Aunque la nueva ley, la ley Oreja, no nos lo ponga fácil, habrá que establecer nuevos y más amplios compromisos sociales para combatir la sobreexplotación laboral, facilitar el ejercicio de los derechos civiles y sociales y combatir las situaciones de discriminación racial en los múltiples espacios en los que se producen. Sea cual sea la Ley de Extranjería que tengamos, no podemos dejar de plantearnos con profundidad las medidas necesarias para la integración social de la población inmigrada; como tampoco podemos eludir ya el debate sobre los mecanismos que han de habilitarse para empezar a canalizar legalmente los flujos de entrada.

Algunas de las pautas de este debate nos vendrán marcadas por Europa. Existe ya una propuesta de directiva europea sobre un aspecto importante de la normativa de inmigración, concretamente, el derecho a la reagrupación familiar, y, a lo largo del año próximo, la Comisión Europea hará nuevas propuestas sobre admisión de inmigrantes, derechos de los ya establecidos con residencia temporal, derechos de los residentes permanentes, etcétera. En el plazo de tres o cuatro años tendremos, probablemente, un amplio desarrollo de la normativa comunitaria sobre inmigración. Todo parece indicar que las propuestas de la Comisión van a situarse en una línea más aperturista que las posturas ahora dominantes en los Estados de la Unión, promoviendo el abandono definitivo de las políticas de 'inmigración cero', ahora mayoritarias, y ampliando la concesión de derechos a las personas inmigradas. Si ello es así, las directivas europeas nos pueden obligar a nuevos cambios para mejorar nuestra legislación en esta materia. Pero nos obligue o no Europa, nuestra Ley de Extranjería queda, desde ya, pendiente de una nueva reforma para hacerla más respetuosa con los derechos de las personas.

Miguel Pajares es presidente de la Comisión de Políticas Europeas del Foro para la Integración Social de los Inmigrantes. Representa a CITE (CC OO) en este foro

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