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El año de Putin en el Kremlin

El presidente ruso está concentrando todo el poder en sus manos, pero aún no está claro lo que hará con él

Borís Yeltsin regaló la pasada Nochevieja el poder a un ex teniente coronel del KGB (la policía secreta soviética) que era prácticamente un desconocido cuando le convirtió en primer ministro en agosto de 1999. Después de un año en el Kremlin, consagrado como presidente en las elecciones del 26 de marzo, Vladímir Vladímirovich Putin, de 48 años, va camino de acumular más poder que ningún líder soviético o ruso desde los tiempos de Stalin. Sin embargo, no está todavía claro qué es lo que piensa hacer con él.Con lemas como la necesidad de fortalecer la verticalidad del poder o imponer la dictadura de la ley, Putin ha logrado una estabilidad sorprendente, sobre todo si se compara con las convulsiones de los dos mandatos de Yeltsin.Sus dos grandes objetivos son fortalecer "la verticalidad del poder" e imponer la "dictadura de la ley". Pero hay indicios de que la misma ley puede ser implacable en unos casos y benévola o ciega en otros. Un ejemplo de lo primero: el acoso y derribo contra Vladímir Gusinski, patrón del principal grupo de comunicación privado de Rusia, Media Most, que incluye la cadena de televisión NTV, crítica con el poder. Un ejemplo de lo segundo: la impunidad privilegiada de que disfruta Pavel Borodín, perseguido por la justicia suiza como sospechoso de aceptar sobornos en las obras de restauración del Kremlin, un caso que también salpica a Yeltsin y su familia.

Putin heredó una Rusia pobre y caótica, con el "corazón partido" entre la añoranza de la URSS y la envidia de Occidente, con una guerra en el Cáucaso, la resaca de un largo enfrentamiento Ejecutivo-Legislativo, el poder dividido entre el centro y las regiones y una crisis económica que se empezaba a remontar a trancas y barrancas.

Un año después, la Duma es una balsa de aceite fiel al Kremlin, ha aprobado obedientemente una importante reforma fiscal y el primer presupuesto equilibrado en los diez últimos años y ha aceptado sin rechistar la restauración del himno soviético.

Además, Putin ha segado el poder de los barones regionales, a los que ha excluido del Consejo de la Federación, y utiliza las elecciones a gobernador para promover a generales del Ejército o de los servicios secretos de fidelidad a toda prueba.

También ha dividido el país en siete grandes distritos a cuyo frente ha colocado mayoritariamente a hombres de uniforme que sólo responden ante él y que, en la práctica, tienen más poder que los propios gobernadores. Eso ofrece, cuando menos, la esperanza de que se acabe con el "todo vale", los reinos de taifas y el desprecio de las leyes federales rusas.

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El proceso de concentración del poder se manifiesta también en la elevación a posiciones clave de ex compañeros de Putin en el KGB. Destaca Serguéi Ivánov, secretario del Consejo de Seguridad, un órgano consultivo del presidente que ha arrebatado funciones a Exteriores y Defensa.

Ivanov, convertido en la práctica en el número dos del régimen, es el centro de especulaciones que le sitúan incluso al frente del Gobierno, relevando a Mijaíl Kasiánov, siempre en la cuerda floja.

Del Consejo de Seguridad han salido ectoplasmas como la doctrina de la seguridad de la información, que pretende proteger al Estado de los periodistas, y no a la inversa, como sería lógico en una democracia.

Una variante peculiar de la actitud del poder hacia la prensa es el acoso a dos magnates: Gusinski y Borís Berezovski. Ambos están en el extranjero. El primero, en libertad condicional vigilada en España y pendiente de que se decida sobre su extradición a Rusia. El segundo se ha autodeclarado exiliado político. Del resultado de la pugna por la NTV y por la ORT (que durante mucho tiempo controló Berezovski) depende que siga habiendo pluralismo en televisión.

Algo no se le puede negar a Putin: que cumplió su promesa de eliminar a los oligarcas como clase que manipulaba el poder político. Alejados del Kremlin, a lo más que pueden aspirar hoy es a hacerse un hueco a su sombra.

Ni crisis vergonzosas como la del naufragio del submarino nuclear Kursk ni guerras sin salida como la de Chechenia han afectado gravemente a la popularidad de Putin, a años luz de distancia de los otros políticos rusos y objeto ya de una veneración que a veces raya en lo grotesco.

Para colmo, la economía tiene el viento de popa. La inflación está controlada, la cotización del rublo se ha estabilizado, el producto interior bruto aumenta a buen ritmo, las reservas de divisas se han más que duplicado, las cuentas del Estado cuadran, la recaudación de impuestos se dispara y el nivel de vida mejora. Todo ello gracias en buena parte al petróleo caro.

El año 2001 amenaza ya con ser un ejercicio de vacas flacas. Si las cosas se tuercen (y puede que no sea así), Putin hará un reajuste en el Gobierno y en su corte que, de paso, deje aún más claro que es la única vara para medir el poder en Rusia.

Ahora sólo falta que lo utilice para sacar a su país del hoyo.

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