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Tribuna
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Un mundo embrujado

Sobre los codiciados lectores de novedades, que son quienes hacen subir y bajar los libros en bolsa, se practican todo tipo de encantamientos. Por supuesto, los únicos deseables son los literarios, pero también se recurre a otros recursos que potencian el producto hasta hacerlo irresistible y en los que tiene mucho que ver la graciosa personalidad del escritor o escritora.Por eso me extraña que en las novelas que tengo ante mí del fenómeno editorial más espectacular de los últimos tiempos, llamado Harry Potter, no aparezca ni una pequeña biografía ni una foto de la autora, quizá porque van dirigidas a los niños, y los niños no prestan atención a las curiosidades de las solapas. Es más, ni siquiera su nombre, J. K. Rowling, aporta pistas de si se trata de un hombre o una mujer, y esto sí que fue premeditado por parte de ella, que consideró que se la tomarían más en serio si no se conocía su sexo. No contaba con que, a pesar de que su editor le vaticinó que no triunfaría, los admiradores enseguida iban a querer escribirle y saber quién era.

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¿Quién es J. K. Rowling? La leyenda que paulatinamente la va envolviendo nos la presenta como una madre de 30 años, Joanne, recién divorciada, sin un duro y sin trabajo, que decide huir hacia delante emprendiendo una tarea tan poco práctica como escribir un libro, refugiada junto con su hija en el café Nicholson de Edimburgo. O sea, Rowling, ante la adversa realidad, opta por la imaginación del mismo modo que el héroe de pelo negro y gafitas, Harry Potter, que poco a poco toma forma en su mente, en lugar de limitarse a soñar -como la gente vulgar- es capaz de materializar los sueños. Por eso es un brujo. Y ésta podría ser la clave de su gran atractivo: convertir al niño lector en quien realmente quiere ser: el que ejecuta la magia, el hechicero, el que conoce los trucos. Porque cualquier niño -siempre vulnerable frente al mundo adulto- desea poseer la fuerza y el poder que le permita superar, con un chasquido de los dedos, esos duros años de aprendizaje que no le garantizarán dejar de ser normal y corriente.

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Otro hallazgo de Rowling consiste en que la realidad cotidiana de Harry sea la mágica, ésa en que uno puede ser trasladado de un lugar a otro mediante los polvos flu. Fuera queda el mundo de los muggles, convertido en una auténtica rareza por la simpática mirada del personaje Weasley, que se maravilla de cómo se las ingenia la gente de ese mundo tan difícil para vivir sin poderes ni magia. El ámbito muggle es el espacio adulto, de donde ya ha desaparecido toda facilidad, toda fantasía. De todos modos, Harry y sus amigos están sometidos a las mismas estructuras sociales que los demás: deben ir a la escuela (aunque sea de brujería), tienen profesores y libros de texto, comen, se enamoran, y las cosas se compran y se venden. Sólo que aquí se aprende a ser invulnerable de verdad. En realidad Rowling le ha dado la vuelta a la tortilla y en lugar de componer un mundo normal donde irrumpa lo sobrenatural, ha construido un mundo embrujado en que la realidad normal es tangencial y rara. Es decir, relata el mundo de todos los días, perfectamente identificable por el pequeño lector, pero llamando a las cosas con nombres extraños y con licencia para introducir todo tipo de efectos especiales. Aunque con un tercer hallazgo, una osadía por parte de la autora que merece que nos quitemos el sombrero: en la era de la tecnología punta, Harry Potter no va por la vida con un láser, sino con una varita mágica, una escoba (eso sí, tan de marca como unas Nike) y un caldero. Y la varita de Harry atrae a niños avezados en consolas y ordenadores, que han hecho cola hasta las doce de la noche ante las librerías del Reino Unido para adquirir, nada más aparecer, el cuarto libro de la serie, que incluso antes de publicado ya era el más vendido en la librería virtual Amazon.

Un niño de hoy, envuelto en la orfandad y desvalimiento de un Tom Jones, con recursos de brujo medieval, que llega a encontrarse en situaciones tipo Hansel y Gretel, ha atraído a 30 millones de lectores en el mundo. Sin duda, habrá película (no se descarta a Steven Spielberg como director), y no me extrañaría que según evolucionan los acontecimientos y, puesto que aún estamos en la cuarta entrega (de próxima aparición en España) de una serie de siete, que esté puesta ya en marcha una industria que abarque desde las tazas del desayuno hasta los calcetines de jovencitos y jovencitas. Y que las madres no se puedan sustraer a la tentación de que también en la habitación de sus hijos haya unas cortinas Harry Potter haciendo juego con el edredón. Es de temer que Harry llegue a estar más extendido, si no lo está ya, que los animalitos de Beatrix Potter.

Los pequeños, esos consumidores miméticos natos, que han hecho correr como la pólvora entre ellos la moda de los tamagochis, de los teletubbies y que en su momento distinguieron a un chico perdido entre la multitud llamado Wally, ahora han encumbrado a Joanne Rowling, que sabía qué era encontrarse a la intemperie y tener que ingeniárselas para sobrevivir mirando la realidad de forma diferente a los que la rodeaban como si poseyese algo tan especial como su Harry Potter.

Clara Sánchez es escritora.CLARA SÁNCHEZ

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