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Tribuna
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Valle de lágrimas

Juan José Millás

Te levantabas de la cama, tu madre te colocaba el abrigo y la bufanda y te mandaba a la cola.-¿A qué cola, mamá?

-A cualquiera, hijo, qué preguntas tienes. Como si lo que faltaran fueran colas.

Nos pasamos media infancia en la cola del pan, en la del autobús, en la del cine, en la del pescado, en la de la ferretería... Luego, de mayores, cuando decidimos que había que huir de las colas, nos pusimos sin darnos cuenta a la cola de los que huyen de las colas.

La cola fue un lugar de iniciación. Allí se fortalecía tu carácter y cultivabas la paciencia, la introspección, la anatomía. Si además de todo eso pretendías ser un escritor realista, podías tomar notas de las conversaciones, pues en la cola jamás se hablaba de asuntos fantásticos. La cola era fantástica, pero las conversaciones eran realistas. A veces, unos géneros se incrustan en otros, como la muerte en la vida, y viceversa, de manera que no era raro que en las colas las mujeres se pusieran de parto mientras los ancianos agonizaban. La gente nacía y fallecía, en fin, con ligeros estremecimientos de la cola, sin que su sustancia, en lo fundamental, sufriera ninguna alteración.

Reconozco una cola con sólo olerla. Por eso sé que no han desaparecido, sino que se han transformado. Lo que llamamos atasco, por ejemplo, es una cola. Y lo que hacemos al volver a Madrid, en el peaje de San Rafael, también. El hombre ha conseguido erradicar la tos ferina, la peste bubónica, el cólera, pero no ha podido con la cola, que vuelve a salir siempre, como el rabo de las lagartijas. Le cortas los brazos y se le reproducen de nuevo. Y si la partes por la mitad, haces dos colas independientes. Una de las pocas ventajas que le veo a ser rey es que no tienes que hacer cola en el médico ni en la ventanilla del teatro.

Estos días, precisamente, hemos visto al príncipe Guillermo, el hijo de Carlos de Inglaterra y lady Di, ¿recuerdan?, limpiando cuartos de baño y lavando su ropa con una cámara de vídeo siguiéndole a todas partes, para que quedara constancia de que los ricos también lloran.

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Pretendían mostrar al mundo que el tal Guillermo es un chico cualquiera, pero nadie se lo ha creído, no ya porque para ser cualquiera haya tenido que desplazarse a la Patagonia, lo que resulta incomprensible, sino porque todo el mundo sabe que lo que de verdad endurece al ser humano es hacer cola. Los asesores de la casa real británica no tienen ni idea de lo que es una campaña de imagen. Allá ellos.

Durante las fechas que se avecinan, todo el mundo hará cola: en la caja del supermercado, en la del cine, en la del metro, en la del autobús, en la de los aparcamientos públicos. Muchos ya han probado el amargo sabor de la cola con antelación. Las calles del centro de Madrid han sido un puro atasco quince o veinte días antes de las navidades propiamente dichas. La peor cola, en cualquier caso, es aquella que no conduce a ninguna parte, porque en ella se revela el absurdo de la existencia. Sepa usted que si se le ocurre la locura de acercarse al centro en coche estos días tan señalados será desviado antes de llegar a su destino y acabará en Miraflores de la Sierra o en Cercedilla, donde, además de no habérsele perdido nada, tampoco hay El Corte Inglés.

Pero hay una cola más sutil aún, que es la del teléfono. Llame usted a un 902 cualquiera para comprar una entrada de cine, para adquirir un cordero o para preguntar la hora, da lo mismo.

-Deseamos atenderle lo antes posible. Gracias por esperar -le repetirá una voz durante media hora, con intervalos angustiosos rellenos de una música infernal.

A veces, cuando por fin logra uno conectar, sólo consigue que le pasen con el servicio comercial o técnico, donde le tienen otra media hora torturándole con el "gracias por esperar, etcétera".

Eso también es una cola. Quiere decirse que delante de usted, aunque usted no las vea, hay cientos de personas blasfemando o mordiéndose las uñas. Lo curioso es que pagamos por eso, por blasfemar o mordernos las uñas, pues la venta telefónica de entradas de cine supone 75 pesetas de recargo, sin contar con la llamada.

Ante tales atropellos, se pregunta uno dónde están las asociaciones de consumidores y los defensores del pueblo y todo eso. Pero es una pregunta ociosa, porque están haciendo cola para consumir o para defender, o para hacer cola a secas, que es a lo que venimos a este valle de lágrimas.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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