El ojo que nos ve
La creciente pérdida de privacidad constituye uno de los más importantes cambios de nuestro tiempo. En estos días el PSOE se afana en una proposición de ley para incrementar las medidas de protección de datos, porque apenas ha transcurrido un año de la Ley de 1999 y el Tribunal Constitucional ha descubierto enormes agujeros que amenazan la intimidad. El problema, con todo, reside en cómo hacer. Cómo hacer tan tupida la legalidad que no permita el paso a los sutiles espionajes actuales. Empeño prácticamente fracasado de antemano.En Estados Unidos donde el problema ha sido reiteradamente planteado y denunciado hasta en el cine (Enemigo público, en Canal+ estos días), la omnipresencia de los sistemas de detección, escucha y videovigilancia es tan envolvente que una publicidad de ropa decía: "Usted viene apareciendo en vídeo unas diez veces al día ¿Está seguro de ir adecuadamente vestido para ello?". Claro que no. Habría que estar pendiente del vestido pero también de los gestos, las palabras y hasta de las pulsaciones. Las nuevas tecnologías de la vigilancia hacen cada vez más transparentes a las personas y reducen sin cesar los espacios reservados. Así, Internet es el artefacto máximo donde hoy se unen la intimidad y la transparencia. No sólo nuestro estilo de vida se hace patente mediante las compras y demandas de información, nuestra trayectoria profesional, nuestras preferencias culturales y nuestros vicios, pueden verse reflejados en la red. Y usados por otros.
En 1997 cundió la noticia de que American Online traficaba con un fichero de ocho millones de abonados y facilitaba además la lista de los artículos demandados. Ese mismo año se descubrió también que Kellog's y McDonald's sonsacaban a los niños que visitaban sus páginas sobre el sueldo de su padre y de su madre, sus empleos y las fechas de cumpleaños de la familia. Por entonces circulaban en Estados Unidos unas 15.000 listas de consumidores en manos de firmas de marketing y una sola compañía, Acxiom Corporation en Conway (Arkansas), poseía un banco de datos que alcanzaba hasta el 95% de los hogares norteamericanos. "Los datos siempre han estado ahí", decía el ejecutivo Robert O'Harrow, "lo que ocurre hoy es que la tecnología nos permite utilizarlos".
Precisamente este año 2000, el 30 de abril, The New York Times Magazine, informaba sobre las facilidades que Internet ofrece para el conocimiento de lo privado. Recordando al sociólogo Georg Simmel, Jeffrey Rosen escribía que a las personas conocidas no revelamos determinadas cosas, pero que sentimos gran facilidad para desahogarnos con las que terminamos de conocer, aquellas que no asociamos a nuestra vida cercana. De esta manera las conversaciones en los chats suelen ser más descaradas e informativas sobre nuestra intimidad de lo que son las conversaciones entre amigos; y esas conversaciones quedan registradas.
¿No hablar? ¿No usar la tarjeta de crédito? ¿No asistir a los chats? ¿Cómo podría vivirse en una continuada paranoia? Pero, además, según comprueban las empresas, mucha gente se siente feliz entregando derechos de su privacidad a cambio de algo gratis. Actualmente hay un grupo de industrias del tipo Free PC, Dash.com y Gator.com que ofrecen descuentos en los productos, pequeños regalos e incluso dinero en metálico, a cambio de la autorización para registrar cada movimiento que sus clientes realicen en la red y poderles bombardear con anuncios, según sus proclividades. Todo ello efectuado con el consentimiento de la persona. Sin el consentimiento, pueden hallarse las célebres cookies, que se introducen en el disco duro e informan de toda operación incluso no navegando en la red, o los programas Spector, Asentor o Investigator que rastrean las conversaciones y correos electrónicos durante la jornada laboral. ¿Privacidad? Según Calvin Gotlieb (The Electronic Eye), eso es una noción que emergió a comienzos del siglo XX, tuvo su época de esplendor en los setenta y, actualmente, ya ha desaparecido.
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