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La bala

José Luis Ferris

Tendría yo unos diez años cuando conocí a Daniel. Era el hijo de una vecina de mi tía. Con relativa frecuencia, acompañaba a mi madre hasta el piso de su hermana, un tercero sin ascensor, y allí pasábamos las horas: ellas hablando sin límite y yo aburrido, haciendo los deberes o escuchando en un comediscos los éxitos de Raphael. Hasta que conocí a Daniel y aprendí muy pronto que la docilidad era un estado desnaturalizado y ridículo. Me enseñó a destripar juguetes y a golpear con saña las canciones de Fórmula V en su batería de plástico, a lanzar granitos de uva desde el balcón contra los transeúntes y otras tropelías que prefiero olvidar. Pero lo mejor de todo fue compartir aquel secreto: el de la pistola. Cuando nos dejaban solos, Daniel me llevaba hasta el cuarto de sus padres, abría el cajón de la cómoda y de allí, de aquel fondo, oculta bajo la ropa, extraía un arma oscura y fría que provocaba nuestra fascinación. Yo trataba de disimular el terror con todas mis fuerzas, pero él insistía en que estaba descargada y jugaba a dispararme y a imitar con extrañas onomatopeyas las detonaciones. A su padre lo vi un par de veces y siempre de uniforme. Era un guardia civil de aspecto seco y distante, bastante alto y algo parco en palabras. No sé cuándo dejé de verme con Daniel ni lo que habrá sido de su vida, pero unos años más tarde, mi madre me contó que aquel hombre silencioso y hierático, el padre de mi amigo, se había volado la cabeza con la misma pistola que empleábamos en nuestros juegos. La anécdota no es gratuita y me la trae a la memoria la muerte del joven magrebí que la madrugada del domingo cayó abatido por un disparo en una playa de Tarifa. Al parecer, la bala se escapó accidentalmente del arma reglamentaria de un guardia civil, y todo por un inocente forcejeo entre el exhausto inmigrante y su perseguidor. Pero ¿qué pintaba una pistola en medio de todo esto? ¿Ir indocumentado es suficiente argumento para desenfundar un arma? ¿Las fuerzas de seguridad del Estado tienen claro su papel ante la inmigración masiva de ilegales? Los nervios están a flor de piel y el extranjero también tiene derecho a la indocilidad y a no morir de irresponsabilidad y de miseria.

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