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Ética y servicio público

La corrupción, sobre todo cuando alcanza la categoría de conducta punible, es esencialmente un factor desestabilizador del orden democrático y constitucional.Es, sobre todo, un abuso de poder político que puede contemplarse desde diversas perspectivas: como un quebrantamiento del deber de lealtad democrática de quien ostenta responsabilidades públicas y, sobre todo, como un uso desviado de los poderes públicos para la obtención de beneficios económicos particulares, pervirtiendo así la razón de ser de la función pública que sólo debe servir a los intereses generales.

Es, como ha dicho el Tribunal Supremo, una "traición fundamental a los deberes de lealtad, probidad y fidelidad inherentes a la función pública".

El Estado, a través de medidas legislativas y de instituciones eficaces, debe prevenir y sancionar la corrupción. Porque, en efecto, la corrupción puede ser facilitada por una legislación administrativa insuficiente y por un débil funcionamiento de los mecanismos de control interno de la Administración.

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Por ello, la primera barrera ante la corrupción consiste en la adopción de medidas preventivas básicas, sin perjuicio del recurso al Derecho Penal cuando la gravedad de la misma así lo requiera.

Es ya una constatación de la comunidad internacional que hay ámbitos donde la corrupción puede expandirse con más facilidad. El régimen de financiación de los partidos políticos, la actividad económica de la Administración -con particular relevancia en la contratación pública-, la regulación y desarrollo urbanísticos, un insuficiente régimen de incompatibilidades en la función pública, etcétera, son algunos de los ámbitos desde donde la corrupción puede favorecerse. De ahí la necesidad de un ordenamiento riguroso que establezca garantías de objetividad y transparencia, en el marco de una estrategia claramente dirigida a reducir la vulnerabilidad de las instituciones públicas y, sobre todo, a favorecer la detección de los abusos de poder.

Solamente desde estos presupuestos debe abordarse la lucha contra la corrupción desde el Derecho Penal, recurso que, por sí solo, no es suficiente.

Y, desde luego, el régimen de incompatibilidades es una condición inexcusable en la lucha contra la corrupción.

En la Administración central, el principio regulador de esta materia está expuesto en la ley de 1984: "Respetar el ejercicio de actividades privadas que no puedan impedir o menoscabar el estricto cumplimiento de sus deberes o comprometer su imparcialidad o independencia". Sin embargo, el planteamiento legal presenta serias deficiencias.

Así, en la Ley sobre Altos Cargos de la Administración Central, el principio es el de "dedicación absoluta", con las excepciones fijadas respecto de la actividad privada en el artículo 4 de la ley.

Pero presenta carencias notables. Una de ellas es la que se deriva de una práctica tan habitual hoy como es el acceso a la función pública desde la actividad empresarial o profesional privada, sobre todo si ésta está relacionada con la competencia propia del cargo a que se accede. Situación de esta índole se da en la actualidad en instituciones tan sensibles como el Banco de España, el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas o la Dirección General de Tributos. Sólo se establece que, en este caso, "están obligados a inhibirse del conocimiento de los asuntos en cuyo despacho hubieran intervenido o que interesen a empresas o sociedades en cuya dirección, asesoramiento o administración hubieren tenido alguna parte ellos, su cónyuge o persona de su familia dentro del segundo grado...", norma que, pretendiendo evitar desviaciones que favorezcan a aquellas empresas, carece de eficacia, ya que su incumplimiento no genera consecuencia alguna. Asimismo, no establece incompatibilidad para la circunstancia de tener en dichas empresas un interés tan directo como la participación accionarial a través de personas o sociedades interpuestas. Como ya decía don Niceto Alcalá-Zamora en sus Memorias, quien abandona una actividad privada para acceder a un cargo en la Administración deja la puerta, más que cerrada, "entornada", circunstancia que puede generar prácticas corruptas.

Asimismo llama la atención el relativamente suave régimen de incompatibilidades de los alcaldes y concejales, en relación con el régimen de incompatibilidades del personal al servicio de las administraciones públicas (Ley 53/84) y con el régimen de incompatibilidades de los miembros del Gobierno de la nación y de los altos cargos de la Administración general del Estado (Ley 12/95).

Como señaló un interventor del Estado, don Juan Antonio Martínez Menéndez, "parece lógico que este régimen de incompatibilidades contara con un precepto de cabecera de carácter general, similar al establecido para los funcionarios en el artículo 11 de la Ley 53/84, en el sentido de que el puesto de concejal fuera incompatible con el ejercicio, por sí o mediante sustitución, de actividades privadas, incluidas las de carácter profesional, sean por cuenta propia o bajo la dependencia o al servicio de entidades o particulares que se relacionen con las que desarrolle la corporación municipal".

Es, en todo caso, inaceptable que la ordenación, gestión, ejecución y disciplina urbanísticas, que quizás sea la competencia más importante de los municipios, no genere ningún tipo de incompatibilidad para los concejales y alcaldes, máxime si a ello le añadimos los valores económicos tan elevados que mueve la actividad inmobiliaria y el alto grado de discrecionalidad de la actuación administrativa en materia de urbanismo.

Si insuficiente es el régimen de quien pasa de la actividad privada a la pública, más lo es el de quienes abandonan la Administración, sea o no funcionario público, para ejercer la actividad privada, particularmente cuando se trata de actividades que hayan sido beneficiadas directa o indirectamente por el alto cargo o funcionario con resoluciones favorables, subvenciones, ventajas fiscales, créditos oficiales, contratos públicos o inspecciones más o menos benévolas, etcétera. Dice A. Saban que "lo más contradictorio del sistema de incompatibilidades es el desconocimiento de la incompatibilidad por excelencia", con referencia a la regulación de la excedencia voluntaria. Si para el alto cargo se contempla una tan leve como irrelevante limitación -durante los dos años siguientes al cese no podrá realizar actividades privadas relacionadas con expedientes en los que haya dictado resolución-, para los funcionarios, sobre todo para los funcionarios cualificados, como jueces, fiscales, inspectores de Hacien-

da, abogados del Estado, etcétera, no hay previsión alguna. Es un vacío normativo grave.

Asimismo se regula el deber de los altos cargos de declarar sus bienes, derechos y obligaciones al inicio y cese de su mandato y anualmente. Presenta una doble insuficiencia. Primera, que la declaración patrimonial del cónyuge es voluntaria, lo que suele determinar zonas oscuras de información relevante y propicia que el cónyuge sea utilizado como testaferro para ocultar la titularidad real de los bienes o de las actividades. Y segunda, que el registro sea "reservado", excluyéndose a los ciudadanos del derecho a acceder al Registro de Bienes y Derechos Patrimoniales en que se refleja aquella declaración, limitación contradictoria con el derecho constitucional de los ciudadanos de acceder a los registros administrativos. En estos casos, la publicidad estaría justificada para así garantizar mejor la integridad de las instituciones. El derecho a la intimidad de quien ocupa altos puestos en la Administración no puede ni debe amparar la ocultación de dichos datos, que resultan indispensables para la verificación de su probidad y honradez. Es una muestra, hay otras, de la falta de transparencia de la Administración.

Las leyes han previsto otras garantías, como el deber de abstención respecto de los asuntos en que la autoridad o funcionario tenga un interés personal directo o indirecto, deber que tiende a garantizar una neutralidad objetiva. Es una obligación que siempre tropezará con la dificultad de comprobar las formas ocultas a través de las cuales la autoridad o funcionario público mantiene vínculos con las partes interesadas en un acto o resolución administrativa.

Complementando las normas expuestas, se establece un cuadro de infracciones y, sobre todo, de sanciones que, en el caso de los altos cargos, es de una excesiva levedad.

Ciertamente, se contempla la previsión de pasar tanto de culpa a la Administración de justicia si las infracciones constituyesen delito, pero se ejercita de forma tan excepcional que, si se ha hecho, son muy limitados los casos en que ello ha ocurrido.

Volvamos al principio de la exposición. La sanción penal sólo tiene sentido, y será plenamente eficaz, si hay un efectivo régimen de controles previos que, en este momento, nos parece más que insuficiente.Carlos Jiménez Villarejo es fiscal jefe de la Fiscalía Especial Anticorrupción.

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