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El talento de un orfebre de las formas

La exposición del pintor donostiarra Bonifacio en la sala García Castañón de Pamplona es un asombro. En esos 23 óleos, fechados entre 1996 y 2000, Bonifacio pone de manifiesto su portentoso talento, su muy acreditada sabiduría artística, su pasión irreductible por dejar todo de lado y no llegar a ser más que un humilde y obsesionado hacedor de formas y colores.Para alcanzar esa altísima calidad plástica, Bonifacio tuvo que recorrer años de aprendizaje, con sus dudas, fracasos, aciertos, errores e influencias. Su mirada estuvo atenta a los dictados de Pollock y De Kooning, más Bechtold, Arshile Gorky, Asger Jorn y otros, considerados sus amigos, como Saura o Matta. Esponjoso y camaleónico, nunca ocultó sus filias. A través de acendrados esfuerzos y práctica continuada en el aprendizaje, siempre salió renovado de la férula de esos nombres citados e incluso a más de uno los sobrepasó con un sutilísimo vigor mercurial.

Mas dejemos su itinerario anterior para mostrar al Bonifacio del presente. Estamos ante el amo y señor de todos los colores del espectro. Pintor de formas larvales. Fabulador de erotismos. Conjuga el vértigo espacialista con las resonantes carcajadas que parecen surgir de no pocos de sus personajes creados. El humor a raudales se entremezcla con los demonios interiores del pintor. El tizón con que remarca los bordes de las formas coloreadas es la señal de lo trágico, el enfrentamiento entre la belleza y la violencia en ese campo de lucha que es el lienzo. Exquisitez y fuerza se conjugan con seguridad y nos descubren un aspecto nuevo del mundo, como son las relaciones entre los fantasmas -esos demonios interiores del pintor aludidos- que el artista lleva dentro de sí y las angustias de la sociedad contemporánea, tomado desde su lado más profundamente poético y más lúcidamente expresivo.

Sobre un universo de formas abstractas, Bonifacio introduce lo que serían hombrecillos extraterrestres, animales con ojos a la virulé, objetos voladores, aves burlonas, cuando no son formas orgánicas, vísceras, senos, vulvas, glandes o insecterío vario y zoografía más o menos cualificable. Pero esto no son más que palabras, porque, en puridad, esos seres y objetos no se parecen a nada y a nadie, sino a ellos mismos.

Conviene incidir en la cualidad de estos personajes y en el carácter transfigurador impuesto por el pintor. Los personajes son más reales cuando los deforma. Al deformarlos, instaura nuevos seres. Entonces es cuando nacen. Es un nacimiento que se pone al servicio de la pintura misma, sin dejar de afirmarse como entidades propias...

En lo meramente técnico digamos que si en un momento del cuadro algo sale muy definido, automáticamente lo hace desaparecer, para ir tras aquello sin forma conocida, o lo que es igual, aquello que el pintor nunca había visto con anterioridad. De ahí esas continuas sensaciones de inacabamiento por efecto de las múltiples tachaduras. Son tachaduras trazadas a base de pinceladas cargadas de sentido. Y algunas de esas pinceladas, tal vez las que son regidoras de los momentos últimos y concluyentes de los cuadros, se diría que portan un halo metafóricamente sobrenatural. Algo así como una suerte de magia. ¿Lo llamaríamos mejor duende?

Nos place sobremanera tomar unas palabras de Francisco Calvo Serraller, en las que describe la obra de Bonifacio con ajustado tino y precisión: "Rascas la superficie de este salvaje, de este vividor, de este náufrago de la madrugada, y te topas con la mayor delicadeza, la sensibilidad más exquisita, la mejor poesía, la elegancia más profunda".

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