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Tribuna
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Música ligera

Próximo ya el fin de un año y de un milenio, me pongo a comparar y siento vértigo. Este año he tenido que apoyarme seriamente en los 40 Principales y Radiolé para intentar estar al tanto de la música moderna -o ligera, o popular, o como quieran ustedes llamarla- porque no me suena nada. Cada año es lo mismo: desaparecen cien y entran en escena otros tantos. No hay tiempo material para estar informado salvo que no haya otra cosa que hacer. La velocidad de consumo es tal, que lo que resiste unos años es ya un clásico. Pensemos en un clásico: los Beatles. Yo los contemplo ya dos vitrinas más abajo que los vieneses Strauss. Eleanor Rigby puede alternar con Dos gardenias en uno de esos álbumes recopilatorios que se ofrecen con lemas tipo "música de ayer y de siempre".La música ligera está pasando a ser música acelerada y acabará siendo turbomúsica al paso que vamos. Pronto habrá gente (solistas o grupos) que triunfen en febrero y desaparezcan para siempre en septiembre. ¿Es malo eso? No lo sé, pero es barahúndico. Corremos tras el autobús, nos colgamos del móvil en cuanto no sabemos qué hacer con las manos, almorzamos de pie un plato del día que no da tiempo a averiguar de qué día, resolvemos mil asuntos u organizamos el revuelo suficiente para que parezca que estamos en ello y volvemos derrengados a casa tomando notas para mañana. O sea, pura velocidad. Lo mismo que la vida efímera de los grupos y solistas de hoy en día. En esto ha quedado el carpe diem de los antiguos.

No sé si la velocidad potencia la ignorancia o es la ignorancia la que potencia la velocidad. Por ejemplo: los grupos musicales están plagados de gente que no sabe música ni le suena otra cosa que la moda inmediata. Están, como quien dice, en el catón de la enseñanza musical y se consideran originales a más no poder. Con esta falta de exigencia es posible que alcancen a un mayor número de oyentes, pero, precisamente por lo bajo del nivel, pronto la reacción del oyente será la de decir: eso también lo hago yo. Cogerá una guitarra, rasguñará unas notas con unos amiguetes imbuidos de la misma necesidad artística y allá vamos, a conquistar a la audiencia, que son como nosotros y nos van a entender. ¿Música? ¿Quién necesita saber música para extraer de su mísera alma los gritos y guitarreos que le demanda la experiencia de la vida en casa de sus padres?

Lo mismo está ocurriendo con los narradores; se ve que es un fenómeno generacional. Hay una buena cantidad de novelistas españoles que se caracterizan por no haber leído novelas. ¿Quién va a perder el tiempo metiéndose en casa a leer novelas? Las novelas se viven o se escriben, pero no se leen. Eso de aprender pasó a la historia. ¿Kafka? Conrad? ¿Hemingway? Anda y que les den por saco. Para escribir -o para musicar- sólo hay que ponerse a ello.

No hay nada peor que creer que la vida de uno le interesa locamente al resto de la humanidad (o de tu comunidad autónoma, por lo menos). Eso creyó Henry Miller y nos dio una paliza sexual que casi acaba con nosotros. Y él era un escritor de verdad. Claro, que como sólo existe el presente y el presente es sólo lo que le ocurre a uno mismo y a sus amigos... Todo es tan rápido y todo es tan efímero que no da tiempo a otra cosa que a triunfar. Y no hay límite ni fondo. Este verano, el ganador de Gran Hermano, a la pregunta de qué iba a hacer ahora que había conseguido triunfar y obtener la fama, contestaba con honesta sinceridad que tendría que ocuparse de descubrir para qué valía. La fama, antes, era posterior al motivo que la producía. Ahora es al revés, es anterior. Y la vida, música ligera.

Este fenómeno de la sociedad de masas consistente en imponer la ignorancia como modo de conocimiento se me antoja contradictorio y conduce a la impotencia. ¡Con lo satisfactorios que son un buen orgasmo, una buena novela o un buen concierto!

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