Uno de los suyos
El Gobierno de José María Aznar ha decidido saltarse a la torera la Constitución para celebrar su 22º aniversario. No tiene otra interpretación el hecho de que con ridículos argumentos milenaristas decrete más de un millar de indultos particulares que encubren una especie de indulto general -expresamente prohibido por la Carta Magna- sin otro objeto aparente que el de arropar la medida de gracia concedida para devolver a la carrera judicial a Javier Gómez de Liaño, condenado por un delito de prevaricación continuada a la pérdida definitiva de su condición de juez y a 15 años de inhabilitación.El Tribunal Supremo estableció que Gómez de Liano dictó a sabiendas resoluciones injustas en el llamado caso Sogecable. Es el delito más grave que puede cometer un magistrado, y por ello el tribunal sentenciador se opuso al indulto. El Consejo de Ministros goza de amplias atribuciones para administrar el derecho de gracia, pero la ley no le otorga la facultad de revocar las penas ya cumplidas. La Sala Segunda del Supremo advirtió en su dictamen que la expulsión de la judicatura era una pena ya ejecutada y que, por tanto, no podía ser objeto de indulto: "Indultar una pena cumplida", concluía la sala, "sería tanto como indultar el delito, es decir, amnistiar a su autor". Este carácter de amnistía encubierta, que viola la Constitución, lo refrendaba ayer implícitamente el fiscal Fungairiño al declarar que el indulto venía a confirmar que en la actuación de Gómez de Liaño "no había delito alguno". No contento con ello, el Gobierno invade la esfera de competencias del Consejo del Poder Judicial, único organismo capacitado para restituir a alguien en el escalafón y decidir el destino de los jueces. Y lo hace reponiendo en su función juzgadora a un magistrado en cuyo currículo destaca su condición probada de delincuente.
Algunos se preguntarán cómo es posible que el Ejecutivo cometa semejante chapuza jurídica y tamaño abuso político, que desdice de las inflamadas adhesiones del Partido Popular al texto de la Constitución y de sus reiteradas proclamas de respeto a las decisiones de los tribunales. Mucho más si se tiene en cuenta que pretende devolver a la tarea de juzgar a un individuo al que incluso el magistrado que quiso absolverle calificó de "vehemente", "empecinado", "iluminado" y carente de la templanza y el equilibrio necesarios. Restituir a Gómez de Liaño a la carrera judicial es un insulto al Tribunal Supremo, al sentido común y al derecho de los ciudadanos a un juez imparcial. ¿Qué justiciable recibirá sin aprensión en el futuro la noticia de que su caso va a ser instruido o resuelto por un juez prevaricador? ¿Se imagina alguien que un banquero estafador fuera indultado para volver a su función anterior, o un profesor pederasta para que regresara a las aulas?
Pero el Gobierno tenía buenas razones para tomar tan descabellada decisión. No podía abandonar a su albur a quien obediente y tenazmente había seguido las recomendaciones que emanaban del poder político y de sus adláteres durante la repugnante instrucción del caso Sogecable. Al fin y al cabo, como revela el reciente libro de Pilar Urbano del que se hacía eco EL PAÍS el pasado domingo, todo aquello no fue sino el resultado de una conspiración de opereta entre fiscales, periodistas del pesebre y funcionarios siempre prestos a servir al que manda.
Aznar sabía que arriesgaba mucho indultando a Liaño de su expulsión de la carrera judicial y por eso necesitaba esta puesta en escena de un casi indulto general -como aquellos del franquismo cuando se moría un Papa- y una amnistía particular, pese a la prohibición expresa de la Constitución. Claro que el peso del descrédito que adquiere -y transfiere a la justicia- es menor que el peligro de enfrentarse a los valedores mediáticos de Gómez de Liaño y a la responsabilidad de sus propias decisiones. Puesto que fue el Gobierno el que puso en marcha toda la operación Sogecable con el famoso informe de Fomento, sus más fervientes aduladores le han exigido con destemplanza que, una vez fracasado el montaje, indultara al juez. Al optar por obedecerles, el Gobierno no hace sino pagar una deuda contraída y proteger a uno de los suyos.
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