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La fama del coche

El coche es el objeto más fascinante que ha creado la era industrial. En parte producto técnico y en parte creación simbólica, el coche ha sido capaz de concentrar los signos objetivos y subjetivos de su tiempo, y ningún otro diseño representa con mayor caudal de información los sucesivos estados de la sociedad por la que cruza. De un lado, el coche es un trofeo del progreso; de otro, un monumento a la individualidad. No es extraño que ahora, en Madrid, se celebren con gran éxito las primeras Jornadas Internacionales de Automoción.Ningún objeto acaba su significado en los límites de su función. Desde un televisor a una pluma estilográfica, el amor a los objetos no se detiene en el servicio que nos prestan, sino que continúa con una segunda naturaleza no material sino animista. La pluma o el ordenador con que escribimos, la televisión que vemos, se convierten pronto en algo más que artefactos. Son como seres vivos con los que configuramos nuestras vidas. Pero, entre todos, ninguno despierta mayor número de emociones que la propiedad de un automóvil. En Pittsburgh conocí el caso de un granjero que ordenó ser enterrado para siempre en una misma fosa con su Buick azul del 75. El abrazo al coche tiene que ver con el abrazo a una imagen de uno mismo y a una compañía, como la de un perro o un caballo, que se ha mostrado propensa para nuestro bienestar. Efectivamente, hay coches que sólo nos disgustan, pero de nuevo la interacción se parece mucho a la vida. Cuesta muy poco otorgar naturaleza animal a un automóvil y tratarlo, hablarle o despecharlo, como a un semejante. A fin de cuentas, se está llegando al punto en que resulta más fácil hablar con un coche que con la mayoría de la gente y, muy a menudo, se empeña mucho más tiempo con él.

El coche funciona con un lenguaje subjetivo hacia adentro y otro, público, hacia el exterior. Un doble lenguaje mediante el cual el auto, por una parte, nos habla en secreto y, por otra, nos proclama ante los demás. Desde sus comienzos, la misión de exhibición y propaganda la ha cumplido el automóvil con creces. El coche ha sido un signo de estatus hasta ahora, pero, efectivamente, cada vez con una intensidad menor. Ahora no se fabrica el surtido necesario de automóviles que diferencien a su propietario y acentúen acaso el deseo de ser enterrado con él. Ahora, los coches se parecen demasiado entre sí, son aburridamente similares, monótonos y contenidos. De hecho, las más importantes innovaciones de los coches en estos tiempos han sido las medidas de seguridad y los dispositivos para ahorrar combustible. Medidas de talante conservador. Los diseños, sin embargo, han evolucionado poco. Y no se diga ya de la moda de los híbridos: del utilitario que es monovolumen y es cuatro por cuatro, del cuatro por cuatro que es también deportivo y berlina familiar.

Demasiada uniformidad de un lado y demasiada mixtura táctica de otra. El coche sigue siendo nuestro icono más complejo, pero las empresas, a despecho de cambiar la tapicería y otros detalles, están abocando a un consumo sin glamour. Ocurre en el panorama de los coches el mismo fenómeno de mediocridad que se padece en el cine o en las artes, en los best sellers o en las prendas de vestir, pero hay algo más que merece la pena ser atendido aquí: los coches han sido sometidos a una corrosiva censura debido a sus atentados contra la calidad de vida, y han sido acusados, también, de ser una de las primeras causas por las que perdemos la vida. Desde las jornadas convocadas en todo el mundo para el Día sin Coches hasta las restricciones permanentes en algunas ciudades contra su circulación, desde las cifras de contaminación en las urbes hasta las cifras de muerte en las carreteras, el coche atraviesa hoy una crisis de imagen moral. ¿Será esto lo que induce a los fabricantes a no acentuar la presencia estética de sus vehículos? ¿Atraviesa hoy el coche un trance paradójico en el que debería hacerse ignorar o perdonar?

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