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Alemanes en Mallorca

Todo Estado se construye sobre la exclusión. Todo Estado empieza su historia diferenciando entre las personas hasta construir dos categorías bien diferenciadas: los nacionales y los que no lo son. A los primeros les corresponden todos los derechos asociados a la ciudadanía; no así a los segundos, que se verán privados de algunos, o de la totalidad de esos derechos. Amin Maalouf, analista brillante de la tragedia que significan las identidades asesinas y las identidades asesinadas, describe en su novela León el Africano el primer acto de la construcción de esa realidad que, con el tiempo, cristalizará en lo que llamamos España: la caída de Granada, capital histórica del reino árabe de Al-Andalus, significará la inmediata expulsión de los judíos primero y de los musulmanes después. La expulsión o la conversión forzada, este es el pecado original de los estados.No existe, pues, la neutralidad estatal. El Estado participa inevitablemente en el reconocimiento y la reproducción de grupos etnoculturales determinados cuando decide qué idioma se va a utilizar en la administración, quiénes serán admitidos como inmigrantes o qué historia debemos aprender. Estas decisiones determinan directamente la viabilidad de las culturas sociales, territorialmente delimitadas y centradas en un idioma compartido. Aunque estas culturas sociales no pueden dejar de ser, en las sociedades modernas, pluralistas, todas las democracias liberales se han entregado a un proyecto de construcción nacional fomentando la integración en una determinada cultura social. Seamos, por tanto, conscientes del valor que tiene poseer un Estado, de la ventaja comparativa que la posibilidad de apoyar determinadas culturas sociales tiene, de la capacidad de los estados para proteger determinados elementos básicos para el desarrollo de una vida buena.

Esto no significa desconocer las profundas tensiones a las que se ve sometido el estado por arriba (globalización) y por abajo (subsidiariedad), hasta configurar un "Estado neurótico". Tensiones que acabarán por modificar sustancialmente la ecología política en la que la constitución de estados nacionales ha sido la estrategia adaptativa más exitosa para las sociedades complejas. En cualquier caso, referirse a estas tensiones con el fin de desanimar en su reivindicación a los nacionalismos minoritarios no es sino una muestra de cinismo, algo así como decir: si te digo la verdad, no merece la pena que te esfuerces por disfrutar de aquello de lo que yo disfruto, ya que no ofrece tantas satisfacciones como crees. Además, las insuficiencias y limitaciones que sufre la soberanía estatal no es óbice para que un nacionalismo minoritario no pueda decir: vale, acepto que ya no es lo que era, pero yo reivindico mi voluntad de constituir, no un Estado ideal que ya no existe, pero sí ese estado real al que tú no renuncias. Y punto.

Las declaraciones de Arzalluz a un semanario alemán no son, en todo caso, sino el discurso de una persona que aspira a constituir un Estado y que es consciente de que tal aspiración supone, inevitablemente, distinguir entre nacionales (con todos los derechos ciudadanos) y no nacionales (excluidos del ejercicio de algunos de esos derechos, como es el caso del voto al presidente del gobierno). La misma distinción que de hecho existe hoy entre los españoles y los alemanes que viven en Mallorca. Por cierto, puestos a elegir, prefiero mil veces ser un alemán en Mallorca que un marroquí en El Ejido (incluso son muchos los mallorquines que preferirían vivir como los alemanes que habitan en su isla). Otra cosa es que la aspiración a construir hoy un Estado vasco pueda ser cuestionada, como es mi caso, por razones de filosofía política o, incluso, por razones instrumentales, porque se sospecha que asumir en serio tal aspiración complicaría de tal forma nuestra vida que no merece la pena. Pero que nadie condene los sueños estatalizantes de otros desde la impunidad que proporciona el incuestionable Estado propio.

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