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La triple venganza de Bill Clinton

El presidente quiere dejar como legado un triunfo total de su partido en los comicios

En la tarde del 12 de febrero de 1999, recién absuelto por el Senado de los cargos de perjurio y obstrucción a la justicia, Bill Clinton decidió que el primer martes después del primer lunes de noviembre del año 2000 sería el día de su venganza. Dado que la Constitución le prohíbe presentarse a un tercer mandato presidencial, Clinton, según cuenta Peter Baker en The Breach, un documentado libro sobre el caso Lewinsky, se marcó tres objetivos para las siguientes elecciones estadounidenses, las que se celebran mañana. A saber: que su vicepresidente, Al Gore, le suceda en la Casa Blanca; que su esposa, Hillary, sea senadora por Nueva York, y que el PartidoDemócrata recupere la mayoría en la Cámara de Representantes, el organismo que osó procesarle.Todas las disculpas de Clinton y todos sus llamamientos al olvido y la reconciliación han sido palabrería de un político que hubiera hecho una gran carrera en Hollywood. Clinton sigue sin aceptar que 228 congresistas, todos republicanos excepto cinco demócratas, le pusieran a su presidencia el infamante sello del impeachment el sábado 19 de diciembre de 1998. Lo acaba de demostrar esta semana, al resucitar la polémica sobre el caso Lewinsky afirmando en la revista Esquire que el Partido Republicano debería pedir perdón a EE UU por lo ocurrido aquel histórico día.

Cuando fue absuelto, a Clinton le quedaban 708 días en la Casa Blanca. Resolvió dedicarlos a rehabilitarse. Que los suyos ganen mañana en los tres frentes que se marcó entonces sería un modo glorioso de hacerlo. Pero ya en febrero de 1999 el absuelto Clinton sabía que eso no es suficiente.

Ávido lector de libros de historia, y particularmente de biografías de presidentes estadounidenses, Clinton está sediento de un legado. Es muy inteligente y percibe que la prosperidad económica de EE UU que ha caracterizado su estancia en la Casa Blanca no tiene la grandeza de los hechos con los que le gustaría vincularse, tipo la liberación de los esclavos por Abraham Lincoln o la victoria frente al fascismo de Franklin Roosevelt. Incluso ahora mismo las encuestas revelan que sus compatriotas no le conceden a él y a Gore un mérito extraordinario en el crecimiento económico. Los republicanos dicen que ya comenzó en el periodo final de George Bush; los más lo atribuyen a la sabiduría del presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, y la extraordinaria revolución impulsada por los ordenadores e Internet.

Clinton tenía que hacer algo heroico y eso podía ser la paz en Oriente Próximo. Se consagró a la tarea con un fervor religioso, llegando a decir que era su forma de expiar el pecado de sus relaciones con Lewinsky. Y estuvo a punto de conseguirlo: nunca como el pasado julio estuvieron israelíes y palestinos tan próximos a un acuerdo final. Pero el tiempo de Clinton, marcado por su inevitable abandono de la Casa Blanca el próximo 20 de enero, no era el tiempo de los protagonistas de la milenaria querella por la herencia de Abraham.

Clinton forzó las cosas en Camp David, quiso resolver hasta el embrollo de Jerusalén y todo se fue al garete. Como le ha ocurrido a más de un estadista, Clinton goza de más prestigio internacional que doméstico. Su buena voluntad de pacificador ha sido evidente. Llegó tarde a Bosnia, pero al final, cuando los europeos se consumían en la impotencia, llegó, lideró en Kosovo y consiguió la caída de Milosevic. Tuvo un papel decisivo en el encauzamiento del conflicto de Irlanda del Norte. Envió señales positivas a Fidel Castro que éste no recogió. Quiso extender el libre comercio por América Latina, pero sus propios correligionarios demócratas, presionados por los sindicatos, le ataron las manos.

Y, ahí sí, triunfó en su intento estratégico de tender puentes políticos y comerciales con China, el probable segundo gran protagonista, junto con EE UU, del siglo XXI.

Durante ocho años Clinton ha desayunado cada mañana leyendo encuestas sobre los intereses y opiniones de sus compatriotas. Tercera vía llaman algunos al modo de gobernar en función de la temperatura pública que ha introducido en EE UU, y quizá en todo el mundo democrático. Progresista en unos momentos y conservador en otros, Clinton no se ha alejado nunca de lo que Arthur Schlesinger llamó "el centro vital". Y eso le ha salvado una y otra vez de los fracasos y escándalos que jalonan su presidencia: el frustrado intento de establecer un sistema nacional de salud, la victoria de Newt Gingrich y su revolución conservadora en las legislativas de 1994, el alquiler para recoger fondos electorales del dormitorio Lincoln de la Casa Blanca, la denuncia de acoso sexual de Paula Jones y, sobre todo, el caso Lewinsky.

Gane Gore o Bush, habrá ganado en cierto modo este estilo de gobierno de Clinton. Los dos han calcado el oportunismo centrista del político de Arkansas, el más brillante en la generación estadounidense que fue joven cuando Vietnam y los hippies. Pero ni Gore ni Bush podrán hacer olvidar las genialidades de Clinton, en particular su maestría para transmitir sentimientos y el sentido del humor que demostró al grabar hace unos meses un vídeo ridiculizando su último periodo en la Casa Blanca.

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