La vida vive
En los anales del rock español, a partir de ahora, en la eme de rock madrileño habrá que añadir, tras Rosendo y Burning, a Los Enemigos como históricos representantes de un sonido autóctono de la capital en el que se conjuran todos los claroscuros, los sinsabores, la rabia del ciudadano anónimo, la incertidumbre constante, el gusto a alcohol y otros derivados y ese pesimismo afable del que gozan los habitantes de la capital, siempre parapetados tras su probervial chulería castiza.En su plaza, el cuarteto preparó un enorme concierto, que habrá de quedar registrado en su correspondiente CD, para el disfrute de fans y de cualquiera que sepa apreciar las virtudes de un buen espectáculo de rock en directo: nada menos que 33 canciones, escogidas entre los 10 elepés que componen su discografía y que jalonan de leyenda las dos últimas décadas. Si la obra cumbre del grupo fue su disco La vida mata, aquí habría que darle la vuelta a la frase en uno de esos juegos de palabras que tanto le gustan a Josele Santiago, su líder, y escribir con letras bien grandes La vida vive. Porque la vitalidad y vigencia de Los Enemigos es tan apabullante como la respuesta de espectadores que tuvo su convocatoria: la sala estaba abarrotada de entregados fans cuya edad trascurría entre la veintena hasta bien entrada la cuarentena.
Los Enemigos
Josele Santiago (voz y guitarra), Fino Onoyarte (bajo), Manuel Benítez (guitarra), Chema Animal Pérez (batería) y Pablo Novoa (guitarra, teclados y percusión). Sala La Riviera. 1.700 pta. Madrid, sábado 4 de noviembre.
Muy buen sonido, diseño de luces excelente y un hacer compacto sobre las tablas -en el que hay que resaltar la labor de otro supermúsico: el vigués y ex golpes bajos Pablo Novoa- provocaron dos horas y media de rock en estado puro: eléctrico, enérgico, insurgente, repleto de libertad y profundamente apegado a la calle. En cuanto a la selección de canciones, sonaron todas las que tenían que sonar: Florinda, John Wayne, Qué bien me lo paso, Antonio, La otra orilla, Bouzas, Septiembre y En el jergón, una de las más perfectas composiciones de rock escritas nunca en castellano. También hubo espacio para las versiones ajenas: Aunque no seas virgen (ni tampoco yo sea san José), del insigne sevillano Silvio, y Señora (nunca se oyó un tema de Serrat con tanta caña).
Pero también hubo un momento especial para las colaboraciones de lujo: Ajo, solista de Mil Dolores Pequeños, interpretó con su aire naïf Paquito; otro genio, el siniestro total Julián Hernández, pasó al blues el Dónde de Joe Tex; Artemio, primer batería del grupo y corresponsable del lado más surrealista de Los Enemigos, recordó viejos tiempos con Juan Valdés. Pero el clímax tuvo lugar con la irrupción de Rosendo para tocar junto a sus sobrinos musicales Yo, el rey y poner al respetable en niveles de delirio y euforia difícilmente igualables.
Pocas veces se ha vivido recientemente una apoteosis rockera en Madrid como la que ofrecieron en esta velada Los Enemigos, y, si el disco les queda sólo la mitad de bien de como estuvieron en directo, el éxito masivo está asegurado. Lo dicho: la vida vive.
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