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Tribuna:DEBATE
Tribuna
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El final de la 'era Clinton'

Disonancias entre el presidente y la persona

Uno de nuestros más grandes presidentes". Así definía a Bill Clinton el actual candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Al Gore. Era en aquella tarde plomiza del 19 de diciembre de 1998, cuando buena parte de los congresistas del Partido Demócrata se trasladaron en peregrinación desde el Capitolio a la Casa Blanca para manifestar su apoyo al presidente tras la acusación constitucional que habría podido dar en su destitución. Hoy, en plena batalla electoral, los republicanos afean a Gore su uso de esas palabras y se diría que el candidato preferiría no haberlas pronunciado.Muchos americanos, empero, piensan que Gore tenía razón. A punto de abandonar la Casa Blanca, Bill Clinton goza todavía de uno de los índices más altos de popularidad que haya alcanzado un presidente a estas alturas de su mandato. A comienzos de octubre, un 62% de los votantes registrados se mostraba favorable a sus políticas y programas, aunque la cosa casi se invertía cuando se les preguntaba acerca de su persona (The Washington Post, 2 de octubre de 2000). Esa disonancia le ha perseguido desde las primarias de 1992 y no ha hecho sino aumentar con la desairada admisión de sus relaciones extramatrimoniales y sus empalagosos actos de contrición posteriores. Durante algunos meses, así avistara Clinton un grupo de pastores, rabinos u obispos, allí se deshacía en lágrimas y pucheros y firmes propósitos de la enmienda. Pero son aquellos porcentajes de popularidad los que deberían ser su verdadero consuelo.

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Hay, al menos, tres cosas de las que Clinton puede sentirse legítimamente orgulloso. Es la primera y principal la buena marcha de la economía bajo su mandato. En 1993, al llegar a la Casa Blanca el nuevo presidente, Estados Unidos estaba saliendo de una recesión que había golpeado con fuerza a una clase media hasta entonces a cubierto de avatares semejantes. En sus últimos cuatro años, Clinton ha presidido una etapa de rápido crecimiento que los economistas convencionales habían declarado imposible volver a alcanzar en una economía tan madura. El año 2000 se cerrará con una subida en torno al 4%, una cifra de paro de igual magnitud, la inflación básica en torno al 3%, un superávit presupuestario de 200 millardos, un dólar avasallador, a pesar del déficit en la balanza comercial, y un horizonte de aterrizaje suave de la economía. Es razonable pensar que la bonanza actual, desde febrero pasado la más larga que se haya conocido en Estados Unidos, pueda extenderse por algún tiempo más.

Los republicanos le han negado siempre a Clinton el pan y la sal e insisten en que la capacidad de los políticos para influir en la economía es limitada y en que esos éxitos no representan un mérito personal del presidente. Tal vez tengan razón, pero sus argumentos serían mucho más creíbles si no insistiesen a renglón seguido en que la buena salud de la economía de EE UU es resultado, como todo lo bueno que sucede en el país, de las políticas de Reagan.

La segunda contribución de Clinton ha sido haber vuelto a abrir el horizonte de lo posible, al descomponer la falacia de que la aleación de la economía de oferta con un extremado conservadurismo social era la única política practicable. De forma más intuitiva que racional, sin duda, Clinton ha mostrado que cabe una segunda vía, esa cultura política permisiva y tolerante que tanto inquieta a los conservadores, pero cuyo decurso ha conciliado el bienestar material con las libertades individuales y, al tiempo, preservado una clara línea de separación entre Estado y religión, entre lo público y lo privado. Nada de ello ha acarreado los males sin cuento que profetizan de consuno Gertrud Himmelfarb, Robert Putnam y las páginas editoriales del Wall Street Journal. Antes al contrario.

Finalmente, Clinton ha sacado del sueño dogmático a buena parte del progresismo americano. Clinton tripuló el viaje hacia el centro del Partido Demócrata y ha gobernado durante ocho años, lo que ningún demócrata había conseguido desde los tiempos lejanos de Franklin Roosevelt. Pero ha habido más. Por una de esas deliciosas pasadas que suele jugarnos el azar, sus concupiscentes andanzas han hecho añicos aquella mojigata máxima izquierdista de que lo personal es lo político. Clinton ha sido la prueba del nueve de que no es así, de que la vida personal de los políticos tiene poco que ver con una resuelta defensa de las conquistas sociales, de las políticas progresistas y de los derechos de las mujeres o las minorías. La fragilidad que amenaza a las libertades cuando su defensa abstracta se antepone a los avances concretos es algo que, después de él, la plural izquierda americana no puede volver a ignorar.

Parece que el presidente está muy preocupado por el juicio que le reservará la historia, esa postrer vanidad que suelen permitirse quienes han picado muy alto. Cuando se hayan calmado las aguas, cuando haya sido relegada a las notas al final del texto la insensata acusación republicana de que sus devaneos y los posteriores enjuagues para encubrirlos eran uno de esos graves crímenes o faltas que la Constitución considera razón suficiente para destituir a un presidente elegido por votación directa, es muy posible que la definición de Al Gore se revele más exacta de cuanto ahora podamos colegir.

Julio Aramberri es sociólogo y profesor en Drexel University, Filadelfia, Estados Unidos.

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