Votaré al soso
En Estados Unidos, durante el periodo electoral, los políticos suplican, imploran, embaucan y mienten con toda libertad para conseguir votos. Se rebajan y se crecen ante los electores a los que conjuran para que les apoyen. Se aventuran en barrios en los que jamás se les vería si no buscaran vilmente apoyos, estrechando manos sucias, besando a niños desaliñados. Se remangan la camisa y comen perritos calientes con obreros vestidos con mono para dejar bien claro que también ellos son del pueblo.Candidatos sin la menor chispa ni el menor humor se tocan con gorra de béisbol y kippa esperando lograr el favor de categorías atípicas de la población.
Y después, cuando han sido elegidos, no sólo ya no se ponen al teléfono, sino que centenares de policías los mantienen a distancia detrás de una barrera, mientras que todo el aparato de poder se apodera de las calles, desfilando a toda velocidad sin problema mientras que a uno le hacen desviarse o se queda bloqueado en un atasco. Si a uno se le ocurre gritar en dirección al que pasa: "¡Eh! yo soy ese al que usted dio una afectuosa palmada en la espalda, compartimos una porción de pizza y me dijo que comprendía mis problemas", los polis os conminan a apartaros y os ponen la etiqueta de molesto o protestón.
Lo mismo ocurre con los aspirantes de este año, que se desplazan por todo el país, se lanzan a los votantes, pronuncian todas las palabras que consideran que les llevarán hasta la cima. Lo interesante esta vez es que tenemos una competición inexplicablemente cerrada entre un candidato perfectamente inepto para gobernar una gran nación (George W. Bush) y otro que sería un excelente jefe de Estado si no careciera de carisma y no fuera tan tieso. Bush es el hijo de un ex presidente al que también encontraba que estaba perfectamente fuera de lugar en la cabeza del país y lo demostró imponiendo a Estados Unidos un vicepresidente como Dan Quayle.
Quayle fue la burla de toda la nación, que le consideraba francamente incapaz; sin embargo, los electores votaron republicano porque los demócratas habían hecho una campaña deplorable.
Encuentro muchas semejanzas entre Quayle y el joven Bush, W como con frecuencia se le llama para distinguirle de su padre. Ninguna de estas semejanzas es halagadora, pues todas tienen que ver con la inteligencia o su ausencia. W parece del tipo de esos que, en los partidos de fútbol, se suelen ver en las gradas, desnudos de cintura para arriba aunque haga un frío glacial, con pintura de guerra en la cara, furiosamente macho.
Gore, el rival de W, es como ese personaje que, en una película, está prometido a la guapa, pero la pierde en el último minuto porque se la quita el héroe. Y todo el mundo suspira aliviado al saber que ella no terminará con ese tontorrón que hace tantas carantoñas. Sin embargo, es de lejos el mejor. No es su superioridad en el tratamiento de los problemas, sino su torpeza en público lo que hace la competición tan cerrada.
En una elección americana la imagen es muy importante, tan importante como el fondo, y a veces más. Para mejorar su imagen, Gore besó a su mujer ante las cámaras durante la convención demócrata. Se ha hablado mucho de ese beso, que realmente no era ni ardiente ni apasionado, sino conyugal y lleno de cariño. Ha servido para distinguir a Gore de Clinton, que está considerado como lascivo y de mala conducta, desprovisto de respeto hacia la institución del matrimonio. Ello no impidó que Clinton fuera reelegido presidente con una aplastante mayoría porque con él la economía se ha portado bien y la billetera se sitúa en un lugar más alto que "los valores de la familia", tan alabados y de los que la nación no deja de hablar.
Clinton tenía también la gran ventaja de tener unos enemigos políticos tan inútiles que no fueron capaces de lograr que se le procesara cuando se le pilló prácticamente con los pantalones por los tobillos. No hay más que ver al ridículo y patético republicano Newt Gingrich para hacerse una idea del débil nivel de la oposición que ha acosado a Clinton.
También hay que decir que somos un país pazguato, y que sólo la buena salud de la economía ha salvado a Clinton del furor de una mayoría puritana. Por lo tanto, ese inocente beso ha hecho de golpe de Gore un marido fiel y, a la vez, otra cosa que ese robot que daba la impresión de ser, ha hecho de él un hombre sexuado, capaz de vibrar. Para mucha gente eso hizo que su campaña diera un giro, y que del segundo puesto pasara a estar a la cabeza de los sondeos. Para no quedarse atrás, Bush dio un beso a Oprah Winfrey en la televisión. No sólo es la presentadora de un programa que tiene mucho éxito, sino que es negra: así, de este modo marcó un punto doble en la carrera por la aprobación. El resultado sigue sin estar claro, aunque sea muy poco probable que Bush obtenga muchos votos negros. Su partido no ha sido en absoluto favorable a esos electores en el pasado.
Si bien es cierto que parece que el beso de Gore significó efectivamente un giro en la campaña, la auténtica genialidad política de los demócratas fue la denominación de Joe Lieberman, un judío, como compañero de equipo de Gore en calidad de vicepresidente. Una idea audaz que despertó al electorado demócrata porque, lo mismo que abrazar a una negra en la televisión, es algo que en la época en la que yo era joven jamás se hubiera tolerado en Estados Unidos, aunque el país haga constantemente profesión de sus grandes principios democráticos. Por ello, dar la posibilidad a un judío de ocupar un alto cargo electivo y quizá llegar un día a ser presidente es hoy, precisamente en el año 2000, una cosa que puede ocurrir. Me produce tristeza decir que, aunque predique ideales de tolerancia y decencia, Estados Unidos no se siente cómodo con los judíos que van demasiado lejos en las elecciones nacionales. Ningún judío hasta el presente ha logrado hacer campaña como presidente o vicepresidente; ni un negro, ni una mujer ni un gay, ni un ateo declarado. En un país en el que hay igualdad de oportunidades, las minorías citadas anteriormente deben luchar por cada pulgada de terreno que ganan.
Podría tenerse la impresión de que un país con doscientos años de antigüedad, y que sólo hoy se atreve a nombrar a un judío en segundo lugar en una campaña para la elección presidencial, es una nación atiborrada de prejuicios; una nación que dice de palabra que honra a sus minorías, pero a la que en realidad no le gusta verlas ocupar puestos importantes. Es difícil no estar de acuerdo. Evidentemente, si Gore gana, nos felicitaremos efusivamente del maravilloso espíritu liberal de Estados Unidos: una generosidad que se limita, en realidad, a permitir a un judío entrar en la Casa Blanca sólo si acepta ser el número dos. Lo que ha permitido a Gore tener esa audacia ha sido el judío que ha elegido.
Lieberman tiene, aparentemente, buenas relaciones con Dios. Son amigos. Lieberman habla de Él todo el tiempo y en los términos más calurosos, como si se conocieran bien. Los estadounidenses quieren mucho a Dios, y si realmente está detrás de Lieberman pueden perfectamente tener la esperanza de que también les apoye a ellos.
Si un cristiano de derechas se presentara al puesto supremo, alguien que conociera a Dios tan bien como Lieberman produciría escalofríos ¿Por qué? Porque en Estados Unidos hay tal cantidad de cristianos y tan pocos judíos que la alianza de Dios con este puñado de judíos no constituye una gran amenaza, mientras que el pacto de todos los cristianos con Dios formaría un conjunto muy poderoso que inquietaría a mucha gente.
Incidentalmente, Bush ha elegido a un compañero de equipo que también conoce bien a Dios, aunque no tan bien como Lieberman. Cheney está más a gusto con los grandes empresarios, algunos de los cuales tienen probablemente más influencia aún que Dios. Después de este anuncio, Bush y Gore han debatido tres veces. En Estados Unidos, a semejanza del tratamiento que se da a la actualidad, los debates pretenden divertir más que informar. Estados Unidos adora los tatachines y las cuestiones macabras como el proceso por asesinato de O. J. Simpson, el de Jon Benett Ramsey, el asunto Elián González y la guerra del Golfo, que terminan todos reducidos a un espectáculo. Destilan misterio, dan escalofríos, suscitan un interés profundo, lágrimas, risas: la materia misma del dramaturgo.
Lo mismo pasa con los debates presidenciales. Orquestados más como un concurso de ortografía o una competición de atletismo, no concentran la atención de la nación en las cuestiones que en ellos se trata, sino en la personalidad de los intervinientes, en sus errores, sus debilidades, sus trucos... detalles que no hacen necesariamente un buen o un mal presidente, pero a través de los cuales los hombres se hacen con el poder.
Así fue como Bush senior debatió frente a Michael Dukakis. Prometió varias veces que su presidencia estaría sembrada de "mil puntos de luz". Nadie, ni siquiera él, sabía lo que esta estúpida expresión quería decir. Pero el efecto que produjo, combinado con la respuesta demasiado reflexiva de Dukakis sobre su actitud ante el terrible caso de que su mujer fuera violada o asesinada, dio a Bush una ventaja definitiva. Dukakis no declaró a bote pronto que destriparía al culpable, consideró que el asunto era más complejo.
Oriundo de Tejas, como su hijo, que es hoy gobernador de ese Estado presto en ejecutar asesinos, Bush senior se burló de la respuesta. El público encontró a Dukakis demasiado timorato y dio su voto a un Bush más expeditivo. Tuvo lo que se merecía: un presidente mediocre que le mintió abiertamente prometiéndole de manera desvergonzada que jamás infligiría nuevos impuestos a EE UU. "Crean en mi palabra", fanfarroneó de un modo bastante machista, mientras juraba que si él era elegido íbamos a poder ahorrar.
Una vez presidente, cambió de chaqueta y adoptó la posición inversa. Cuando se lo hicieron notar se mostró evasivo. De todas maneras, era demasiado tarde, ya había coseguido el empleo. Así, los debates anunciados con sonidos de clarines entre Bush junior, el inepto W, y un Gore soso no han tenido un índice demasiado alto de audiencia. Y los que los vieron no han aprendido nada.
La impresión primera que se tenía sobre Gore y sobre Bush se vio simplemente confirmada. Uno no es lo suficientemente inteligente para gobernar Estados Unidos, pero tiene una personalidad un poco menos crispada. El otro está claramente más a la altura, pero es un pelín torpe y verboso. El debate entre sus vicepresidentes respectivos también ha parecido insulso. Hay que decir que en Estados Unidos es hoy políticamente incorrecto enfrentarse a las posiciones del adversario: está considerado como un ataque personal y de mal gusto. Choca al electorado bien educado y cuesta votos al agresor.
También tengo que precisar que hay otros dos candidatos a la presidencia: Ralph Nader, que es demasiado honesto y sabio como para tener alguna posibilidad de ser elegido, y Pat Buchanan, un cretino de extrema derecha que parece considerar Auschwitz como un parque temático.
Votaré a Gore, y tengo esperanza en que ganará.
Woody Allen es cineasta estadounidense. © Woody Allen 2000.
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