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Reportaje:VIAJE POR LOS MUSEOS VASCOS

Un lugar para la imaginación

Puede sorprender en un primer momento la adscripción del Palacio Real de Olite a la red de museos de Navarra, pero un sencillo recorrido por esta joya de restauración un tanto polémica deja rápidamente de lado todo tipo de dudas. El interesado se encuentra ante un museo diferente, en el que el interés está en el continente, mientras se deja a la imaginación de cada uno el contenido de un auténtico castillo de orígenes medievales, sabor romántico y recuperación historicista.Esta residencia de los monarcas navarros hasta la desaparición del reino en 1512 aún transmite la ajetreada y privilegiada vida de quienes habitaron este castillo de cuento. Como señalan en su monografía sobre Olite Carmen Jusué y Eloisa Ramírez, "en contraste con las actuales estancias, desnudas y silenciosas, y lejos de toda frialdad o penumbra, la corte se desenvolvía acogedoramente en un marco cálido y luminoso".

Aún hoy es posible recrear ese espíritu que surgió de las inquietudes del rey Carlos III El Noble, quien desde el siglo XIV estableció en Olite el centro de su vida cortesana. El palacio es una ampliación de un primitivo castillo al estilo clásico (donde hoy está ubicado el Parador de Turismo) que se fue convirtiendo en un bosque de torres a mayor gloria de la reina, desde doña Leonor (esposa de Carlos III) hasta doña Catalina, última monarca navarra.

El recorrido por este sinfín de salas, pasadizos, escaleras de caracol y miradores abiertos a las huertas y campos de Olite se inicia en el patio de armas, también conocido como Jardín Viejo, un anticipo de uno de los atractivos del monumento, sus pequeños jardines que hacían más ligeros los rigores del verano. Desde aquí se tiene una vista excelente de la torre de la iglesia de Santa María, otra de las joyas de la villa, levantada sobre un torreón de la muralla romana.

Ya dentro del palacio, y antes de llegar a las estancias principales, un par de salas muestran la contundencia constructora de Carlos III y sus descendientes. La calidad que transmiten estos pilares de ocho metros y los arcos góticos que los unen sirve para comprender por qué este edificio se ha mantenido en pie durante siglos, a pesar de su paulatino abandono.

El siguiente paso es la entrada a la Gran Torre, por cuya escalera de caracol se accede a la planta noble. Aquí ya se constata quiénes eran los habitantes de estos espacios diáfanos, con grandes chimeneas, y que en sus buenos tiempos estaban decorados con tapices y alfombras, muebles de maderas nobles y vajilla para atender a toda una corte y su cohorte de invitados.

Todo queda a la imaginación del visitante. Quedan algunos restos ornamentales de la decoración mudéjar y las pinturas murales, pero en la recuperación del palacio se ha trabajado, como es lógico, en consolidar muros y techumbres que a finales del siglo pasado ofrecían un aspecto lamentable.

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Hay bellezas imposibles de recuperar y muy difíciles de recrear a partir de las referencias documentales, como los jardines, entre los que destaca el denominado colgante, al que daban los ventanales del salón de la reina, o el patio de las moreras, que se divisa desde la habitación principal del rey. Al lado de esta estancia, se encuentra uno de los lugares más fascinantes del palacio: la galería dorada, de la que destacan las dos arquerías superpuestas, con capiteles de variada decoración vegetal. Es uno de los escasos ejemplos en la Península de arquitectura religiosa aplicada a edificaciones civiles.

Otro gran atractivo es el paseo por el exterior, por las torres y pasillos almenados que conforman la estructura defensiva del palacio, desde la Gran Torre, de ascenso obligado, hasta la adyacente del Retrait, sin olvidar la de la Reina o la del Portal de Fened, la de los Cuatro Vientos, de San Jorge, de la Prisión,... todas ellas son las que dan realmente al lugar ese aire de castillo de hadas y brujas, de príncipes y doncellas.

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