Lecciones de guitarra
Siempre que paso por delante de un edificio de tres alturas en la calle Cartagena de Madrid me detengo. No se trata de un hito arquitectónico, ni me unen a él lazos sentimentales. Si me paro es a leer un cartel colgado de una de sus ventanas: "Antonio Arenas.Clases de guitarra. Maestro de Alejandro Sanz", a lo que sigue un número de teléfono.Parecerá a algunos ingenuo o petulante, incluso kitsch, que alguien se anuncie en público aprovechando la fama de un discípulo. A mí el maestro Arenas, al contrario, me da emoción, porque, si no fuera más tímido que él, me anunciaría como el producto de mis maestros; el heredero de unas enseñanzas por las que no pagué más cuota que la curiosidad y muchas horas en vela delante del whisky que esos preceptores sin cátedra solían beber en vaso largo.Numerosos oficios se trasmiten de padres a hijos, o los inculca la tierra, el mar natal,la costumbre del lugar. Y en las artes de la pintura y la arquitectura, más que en otras,hay tradición de taller, de supremacía; los aprendices suben jerárquicamente la pirámide del saber práctico, presidida por un sumo hacedor huraño o paternal. Pero pienso en los diversos géneros de la literatura, y aunque ahora se enseñen en escuelas y seminarios especializados (supongo que con solvencia), me pregunto si la figura del maestro definido por la calidad de su obra y el uso generoso de su tiempo con quienes le admiran sigue existiendo. O si, caso de existir, interesaría.
La tertulia pasó de moda, las lecturas de un texto inédito ante tus pares no se estilan, y muchas veces -en el cine español yo lo noto- la experiencia del veterano se asocia con la antigüedad,con la caducidad.Tampoco es raro encontrar artistas jóvenes que rechazan toda idea de precedencia, de herencia, orgullosamente. Es un orgullo mezquino. Porque hay otro, el orgullo legítimo, que está en la base de la relación maestro/discípulo, como bien sabe el guitarrista de la calle Cartagena, o lo sabía Henry James, autor de un buen puñado de relatos magistrales sobre la maestría y el aprendizaje.
He releído en estos días su novela corta El pupilo, la historia de Pemberton, un joven norteamericano contratado por los Moreen, una pomposa familia de compatriotas residentes en Europa como tutor de su hijo pequeño Morgan. Presentado por sus padres como un genio, el tutor siente recelo antes de conocer a Morgan: ¿y si es más listo que yo? El niño no es un prodigio, sólo un seductor inteligente, ingenioso, frágil de salud, que admira desde las primeras clases a su maestro, también profundamente encariñado con él. El delicado nudo de la complicidad sentimental (no hay indicios sexuales) entre Pemberton y Morgan se desenvuelve frente a la dislocación gradual de la familia, que pasa del lujo y la pretensión a la miseria y el engaño. Los señores Moreen, que adoran a su hijo y están felices de verle feliz bajo la tutela de Pemberton, no le pagan a éste el salario. Sin embargo, Pemberton soporta todos los abusos: el muchacho le estimula tanto como él instruye y mejora al muchacho. Los padres acaban aprovechándose también de la intensidad de esa relación entre el niño y el maestro. Cuando Pemberton, en la ruina,acepta a desgana otro trabajo similar y muy bien pagado en Inglaterra, es pronto requerido por la señora Moreen, que le informa de una grave enfermedad del hijo. Pemberton lo deja todo y regresa a París para estar junto a su pupilo, quien al verle se recupera. Ambos desprecian a los Moreen por su comportamiento, y hablan de escaparse y seguir fuera del falseado y hueco ámbito familiar la suprema tarea de la educación de Morgan. No hará falta. Los mismos padres lo proponen cínicamente,en bien, dicen, del niño y para hacer ahorros. La feliz expectativa de esa libre vida espiritual es superior a las fuerzas del corazón de Morgan, que muere sin poder cumplirla.
Poco antes, el mismo tutor expresa de la manera más hermosa las emociones recíprocas que atan a maestros y discípulos. Morgan le urge a dejarle, para no sufrir más a sus padres, y Pemberton contesta: "Es mejor que me dejes acabarte". Sólo así, elevado el aprendiz a la categoría de ser cumplido, podrá el buen maestro sentirse pagado por su trabajo.
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