Información, credibilidad y medicina Andreu Segura
Que el exceso de información puede producir efectos indeseables es algo trivial por conocido. Si el receptor se satura o se desorienta debido a la vorágine de datos a la que se expone, los beneficios potenciales de la información se desvanecen y hasta llegan a invertirse, como ocurre cuando el usuario se bloquea o se confunde. Desde luego, podemos recurrir a una definición más selectiva con el propósito de evitar la polisemia y convenir que la información es solamente aquel mensaje, aquellos datos que son efectivamente usados por el receptor. El resto sería ruido, interferencias.En este sentido utilitario, se hace evidente la necesidad de que el receptor sea capaz de comprenderla y de usarla, por lo que una información determinada no lo es si no se dispone de criterios e instrumentos para interpretarla. Digamos, que es imprescindible un metalenguaje.
Si la paciencia y el interés del lector le han permitido llegar hasta aquí, le advierto que todo lo anterior viene a cuento de las inquietudes que a un servidor le provoca la evolución de la práctica médica. La inquietud es una sensación ambivalente, en parte negativa, la que corresponde a la preocupación; pero en parte positiva, la que tiene que ver con la alerta, un estímulo poderoso para observar y ver de comprender la realidad. Así que nada más lejos de mi propósito conjurar nostalgia alguna.
El caso es que nunca antes hemos dispuesto de tanta información potencial sobre las enfermedades ni, tampoco, de tantas posibilidades reales de intervención, tanto diagnósticas y terapéuticas como también preventivas. En muchas ocasiones, sin embargo, la información no se materializa en algo operativo -la mejora de la salud de las personas y de las comunidades- o para ser más preciso, no lo hace suficientemente, de manera que parte de los esfuerzos que se destinan a la medicina -en términos de recursos pero sobre todo de dedicación- no obtienen los frutos que parece que se deberían conseguir.
Raros son los cambios que no comportan consecuencias positivas y negativas y la evolución de los sistemas sanitarios no tiene por qué ser una excepción; pero llama la atención esta desproporción entre medios y resultados que, a mi entender, se produce en el ámbito sanitario.
Es cierto que, en general, vivimos más tiempo (lo cual sólo es en una pequeña parte consecuencia de las intervenciones médicas) y, en países como el nuestro al menos, disponemos de una cierta seguridad de atención. Pero no lo es menos que cada vez se producen más problemas de salud atribuibles al sistema (sólo recordar que el prestigioso Institute of Medicine estimaba en su reciente informe Errar es humano que la séptima causa de muerte en Estados Unidos son los errores médicos) y, lo que tal vez sea más importante, que el incremento del consumo de servicios sanitarios no se corresponde con una mejora de la percepción de la enfermedad por parte de los pacientes. En un momento en que la mayoría de las demandas de atención se refiere a problemas incurables (eso sí, con una baja letalidad) la importancia de vivir lo más saludablemente posible una enfermedad crónica o degenerativa es crucial para el bienestar.
Tal vez una de las razones que explican esta desproporción -y la frustración consecuente para muchos sanitarios y, desde luego, para bastantes pacientes y para algunos ciudadanos- sea el poco interés que hasta ahora ha merecido el metalenguaje del que hablabamos antes. Las actitudes que le permiten al médico y al paciente materializar la información.
Un componente de ese metalenguaje sería la credibilidad, sin la cual el paciente anda desorientado ante el aluvión de datos, a menudo poco inteligibles, que le proporciona el médico y, por extensión, las fuentes de información sanitaria. Por lo que, si puede, se ve impulsado a un consumo ilimitado, aunque ello no le procure beneficios reales.
Afortunadamente han pasado los tiempos en los que la credibilidad emanaba de la autoridad y cada vez se hace más necesario ganársela activamente, para lo cual se requiere transparencia, que permita contrastar la competencia técnica y también compromiso, en el sentido de implicación personal del profesional. Cuando falta una u otro, la confianza es imposible, o ciega, lo que tampoco ayuda a obtener el genuino beneficio que se espera de la atención sanitaria.
Pero el extraordinario progreso de la medicina no se ha visto acompañado por un desarrollo paralelo de la profesionalidad, en ese sentido específico al que me refería. Y ya que el período de formación no se ocupa de este ámbito, porque la academia sufre una esclerosis grave, no parece que haya más remedio que reivindicar la profesionalidad y el compromiso desde la práctica en el sistema sanitario. Lo que ya está empezando a suceder, si se atienden las reflexiones que menudean últimamente en algunas revistas médicas, como por ejemplo el British Medical Journal. Entre nosotros, sin embargo, son muy escasas las iniciativas en esa dirección.
Naturalmente, estas consideraciones no soslayan los eventuales conflictos de intereses que puedan darse entre los profesionales de la medicina y el resto de los ciudadanos, sean o no usuarios de los servicios sanitarios. Pero ocurre que más allá de situaciones particulares parecen existir suficientes intereses comunes entre unos y otros, entre los que destaca el de la satisfacción -de los pacientes con el sistema y de los profesionales con su trabajo- y la mejora de la salud.
Andreu Segura trabaja en el Institut d'Estudis de la Salut y es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona
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