EE UU 'versus' Tribunal Penal Internacional
En estos últimos meses, una serie de casos de diversa notoriedad pública vuelven a poner sobre la mesa un tema recurrente: la acuciante necesidad de una forma efectiva de justicia internacional, de la cual el Tribunal Penal de La Haya para la ex Yugoslavia no es más que un anticipo fragmentario para un caso específico, mientras que la necesidad señalada abarca, con carácter permanente, a toda la comunidad internacional.Una vez más, el caso de otro caracterizado criminal, el ex militar peruano Vladimiro Montesinos, hasta hace bien poco asesor y factótum del presidente Fujimori, jefe de sus servicios secretos y presunto responsable de muy graves casos de asesinato y torturas, vuelve a evidenciar la misma necesidad. Así lo ha expresado uno de los más destacados opositores al régimen de Fujimori, el jurista peruano Diego García-Sayán, quien señalaba la extrema dificultad de juzgar a Montesinos en su país: "Perú no es Chile. El poder judicial chileno tiene mayores márgenes que el de nuestro país. Aquí, el poder judicial y Montesinos son socios de la misma banda". Y concluía en estos términos: "El tema Montesinos es más de la justicia internacional que de la justicia peruana".
Recordemos que, semanas atrás, otro presunto delincuente, el ex mayor argentino Jorge Olivera, reclamado por la justicia francesa como coautor del secuestro y desaparición de una ciudadana de aquel país, conseguía de las autoridades italianas, que lo mantenían detenido en Roma, una orden de libertad mediante la presentación por sus abogados de un documento falsificado. Este hecho fraudulento fue objeto de la correspondiente denuncia, pero el presunto delincuente pudo llegar a salvo a su país, cubierto por la eficaz protección de las leyes de obediencia debida y punto final. Ello le permitió, nada más llegar a Buenos Aires, proclamar cínicamente que en la dictadura de las Juntas "no hubo represión militar".
Actualmente, como ya es sabido, la justicia española y las organizaciones defensoras de los derechos humanos tratan de conseguir la extradición de otro presunto criminal acusado de gravísimos delitos, el ex capitán de corbeta argentino Ricardo Miguel Cavallo, detenido en México por orden del Juzgado Central de Instrucción número 5 de nuestra Audiencia Nacional, cuya solicitud de extradición -reforzada por nuevos casos y testimonios- fue remitida en su momento por el Gobierno español al mexicano, hallándose hoy en fase de tramitación.
Estos y otros episodios, así como aquellos nuevos casos que sin duda irán emergiendo en el futuro, nos conducen, una vez más, a una conclusión insoslayable: la perentoria necesidad del esperado Tribunal Penal Internacional (TPI). Tribunal capaz de conocer y juzgar, con la debida eficacia, aquellos delitos situados en la categoría de crímenes contra la humanidad, y cuyos autores, por unas u otras razones -siempre derivadas de los potentes mecanismos de la impunidad local-, no llegan a ser juzgados en su respectivo país. Un creciente número de países, ya superior a 20 -incluida España-, han suscrito y ratificado el Tratado de Roma de 1998 que establece el citado tribunal; pero aún estamos lejos de la cifra de 60 Estados Parte que, como mínimo, han de ratificarlo para que pueda ser constituido y puesto en funcionamiento operativo.
En ese ineludible camino -el de la plena operatividad futura del TPI- se interpone, entre otros, un importante obstáculo: la actitud de los Estados Unidos frente a dicho futuro tribunal. El muy conocido senador Jesse Helms, presidente desde hace décadas de la poderosa Comisión de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano, se ha mostrado tan claro como rotundo al respecto: "We must slay this monster", titulaba, sin andarse por las ramas, su dura proclama en el londinense Financial Times: "Tenemos que aniquilar ese monstruo. Votar en contra del TPI no es suficiente. Los Estados Unidos deberían acabar con él".
Tras este largo y apocalíptico título venía la no menos devastadora argumentación. En sus puntos fundamentales, he aquí la posición de Helms: los Estados Unidos, muy acertadamente, han negado su voto al Tratado del TPI, pero eso no basta en absoluto: es preciso actuar enérgicamente contra él. Para empezar, Helms responde al dilema que formuló el ministro de Exteriores canadiense, Lloyd Axworthy, quien señaló que la cuestión consiste en saber si los EE UU tratarán al TPI "con benigna negligencia" -fingiendo ignorarlo- o si emprenderán "una oposición agresiva". La respuesta de Helms es inequívoca: "Tenemos que oponernos agresivamente porque, incluso si los EE UU nunca se unen al TPI, el Tratado de Roma acarreará graves consecuencias para la política exterior estadounidense".
A continuación señalaba el riesgo que considera intolerable para los intereses de su país: si un ciudadano norteamericano, militar o no, es acusado de cierto tipo de delitos supuestamente cometidos en alguno de los Estados Parte del Tratado, ese ciudadano, según el Estatuto del TPI, podría ser capturado por ese Estado o por cualquier otro de los Estados Parte y puesto a disposición de dicho Tribunal. Y esto podría ocurrir, muy especialmente, por actuaciones derivadas de la seguridad nacional de los EE UU. "Mientras yo siga respirando", dice Helms, "los Estados Unidos nunca permitirán -y repito, nunca- que sus decisiones sobre seguridad nacional sean juzgadas por un Tribunal Penal Internacional".
El patriótico senador rechaza con todas sus fuerzas -que no son pocas- cualquier jurisdic-ción internacional que hurte a cualquier soldado o ciudadano norteamericano de su, a su juicio, única jurisdicción posible: la de los tribunales de su propio país. En este sentido manifiesta: "El TPI declara que el pueblo americano está sometido a su jurisdicción, sin que importe lo que diga el Gobierno de los EE UU. Los delegados en Roma incluyeron un tipo de 'jurisdicción universal' en el Estatuto del TPI, lo que significa que, incluso si los EE UU nunca firman el Tratado, o si el Senado rehúsa ratificarlo, los países participantes de tal Tratado seguirán sosteniendo que los soldados y ciudadanos norteamericanos están bajo la jurisdicción del TPI. Esto es un ultraje, y tendrá graves consecuencias en nuestras relaciones con cada país que firme y ratifique este Tratado".
En otras palabras: estos planteamientos significan el rechazo frontal del principio básico, el concepto filosófico central, el núcleo mismo de lo que ha de ser un Tribunal Penal Internacional. Se rechaza ese ideal por el cual un país civilizado renuncia voluntariamente a una parte de su soberanía, aceptando que otros países puedan capturar a aquellos de sus ciudadanos, presuntos autores de graves delitos contra la humanidad, para ponerlos a disposición de una jurisdicción de ámbito universal. Se rechaza esa manifestación de convivencia, civilización y responsabilidad compartida que significa renunciar voluntariamente a esa parcela de soberanía en aras de un bien superior, que habrá de beneficiar a la humanidad entera, al suprimir la repugnante impunidad de tantos criminales y genocidas, intocables para la justicia gracias a las grandes limitaciones y condicionamientos de la jurisdicción territorial. Con descarada prepotencia y flagrante desprecio al resto de la humanidad, se rechaza ese concepto más amplio de justicia extraterritorial, esa posición digna, inteligente y solidaria, mediante el cual cada Estado Parte del TPI asume ese doble compromiso: el de capturar, llegado el caso, a criminales de otros países para entregarlos a esa jurisdicción universal, y, en justa reciprocidad, el asumir que ciudadanos propios de conducta criminal puedan ser a su vez, en ciertos casos, capturados por otros países, para ser entregados a esa misma jurisdicción superior.
Igualmente, Helms señalaba el ataque frontal que, según él, el Tratado de Roma significa para la autoridad del Consejo de Seguridad de la ONU, ya que ninguno de "los cinco grandes" con derecho de veto podría ejercer tal derecho contra decisiones del TPI. Según el Tratado, los Estados Unidos no pueden vetar un caso del que conozca el TPI, y Helms ve en ello "una masiva disolución de la autoridad del Consejo de Seguridad".
En consecuencia, Helms declaraba su firme propósito de hacer cuanto estuviera en su mano para que los EE UU nunca voten en el Consejo de Seguridad a favor del envío por la ONU de ningún caso al TPI, ni presten a éste ningún tipo de apoyo jurídico ni financiero, ni extraditen jamás a nadie para su entrega a dicho Tribunal, ni le remitan jamás un solo caso de ningún tipo. Y, sobre todo, expresaba su propósito principal: que los EE UU no permitan que soldados norteamericanos participen en operaciones de la OTAN, ni de la ONU, ni en misiones internacionales de paz, sin haber llegado previamente a un acuerdo con todos sus aliados de la OTAN y de la ONU en el sentido de garantizar que ningún soldado estadounidense estará nunca sometido a la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional.
Concluía Helms su alegato en los siguientes términos: "El TPI es una amenaza para los intereses de los EE UU. No podemos tratarlo con la 'benigna negligencia' que espera el señor Asworthy". Para terminar, recordaba la frase final de un delegado holandés: "No diré que hemos creado un monstruo, pero la criatura tiene algunos defectos". Contradiciendo esta conclusión, Helms sacaba la suya propia: "Está equivocado. El TPI es de hecho un monstruo, y tenemos la responsabilidad de descuartizarlo antes de que crezca y acabe devorándonos".
Más claro, imposible. Es obvio que la posición oficial del Gobierno de los EE UU no tiene por qué coincidir exactamente con la expresada por el senador Helms. Pero habida cuenta de la enorme influencia que éste ejerce en la citada Cámara Alta al frente de una de sus comisiones más determinantes, y dado el desmesurado peso que dentro de dicha Cámara mantiene tradicionalmente el poderoso grupo de senadores del ala dura -los conocidos halcones- del Partido Republicano, cabe prever grandes resistencias, y no pocos obstáculos, en el funcionamiento operativo del futuro TPI, al menos durante sus primeras etapas de rodaje y fortalecimiento gradual. Y nos tememos que así seguirá siendo hasta que los EE UU lleguen a asumir institucionalmente que, pese a su puesto de liderazgo mundial, hay responsabilidades y exigencias que atañen a la humanidad entera, y que ninguna superpotencia, ni siquiera la number one, debe quedar por encima de esta exigencia general.
Prudencio García es investigador del INACS y consultor internacional de la ONU y de otros organismos. garciamm@iies.es
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