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LA CASA POR LA VENTANA

Las ruinas de la inteligencia JULIO A. MÁÑEZ

Que se sepa, al señor Marco Molines, abogado de profesión y antaño diputado del partido ahora en el gobierno, jamás se le ocurrió querellarse contra los autores de esa baranda o barandilla falsa que corona la valenciana torre de El Miguelete, así como tampoco pareció sobresaltado cuando se enterraron como si nada las valiosas ruinas del Palacio Real halladas en la fachada sur de los Jardines de Viveros al cimentar unas obras, ni ha dicho la suya -como numantino defensor de los valores sentimentales que validan la tradición arquitectónica- sobre el proyecto de desmembración de El Cabanyal mediante vías rápidas de circulación rápida hacia ningún sitio al que no se pueda acceder mediante un planeamiento menos agresivo. No está claro su oscuro apego a las ruinas cagadas de palomas. Lo que sí ha dicho este personaje de la tierra, que lo tengo oído en la tele, es una peregrina opinión racionalizadora según la cual cualquiera puede destrozar una tela de Velázquez siempre que esté persuadido de que será mejor lo que ponga encima. Lo cual es que se le ve venir desde lejos, porque nadie pintaría encima de un lienzo reconocido si no mediaran dudas razonables acerca de su paternidad, y lo cual es que supone atribuir a las ruinas del teatro saguntino una autoría que, ya a mediados del siglo pasado, parecía razonable poner en duda. Si las ruinas apenas reconocibles de Sagunto eran un Velázquez, el remate de El Miguelete era un Bernini y la trama urbana de El Cabanyal podría pasar por diseño de un Mondrian mediterráneo. Ya me dirán dónde queda el criterio estético y dónde la manía personal, dónde las ganas de embroncar y lo que pasa con el deseo de embrollar a fin de que los asquerosos socialistas asquerosos no pongan sus sucias manos en según qué ruinas de folletín.Lo que pasa es que en Valencia y su provincia ocurre lo que no pasa en ninguna otra comunidad, comarca o localidad europea, y es que cualquier leguleyo de provincias se cree autorizado a erigirse en salvaguardia de unas esencias -por lo común, falsas- según las cuales se puede enmudecer de oprobio ante intervenciones urbanas que liquidan la memoria colectiva de manera irreversible y montar la bronca cuando se adecentan unas ruinas desde una perspectiva de modernidad que integra también la multiplicidad de usos culturales. El debate aparente es que cualquier adicto al agujero negro de según qué hermenéutica legalista puede montar una bronca judicial -¡y ganarla!- a expensas de unos criterios que no siempre deberían estar expuestos a la lectura de la letra pequeña de las disposiciones oficiales. Pero el debate real consiste en dilucidar hasta qué punto el oportunismo político y el mal gusto selectivo pueden imponerse sobre los criterios racionales de rehabilitación, ya se trate de monumentos de remoto origen romano, de conductas individuales tenidas por perniciosas o de la legislación sobre inmigrantes. Es admirable la perseverancia de Marco Molines en su inquina saguntera, pero en la firmeza de su conducta intachable se echan de menos otras protestas legales, acompañadas del oportuno procedimiento, que contribuirían en gran medida a convertir algo tan personal como el celo leguyelo en servicio desinteresado a la comunidad en su conjunto. Su rectitud habrá de parecer insuficiente incluso a quienes comulgan con su constancia.

Una constancia de carácter obsesivo que coloca en una muy difícil tesitura a sus compañeros de ideales políticos, ahora en el gobierno. El abogado Marco Molines habla de querellas criminales contra Joan Lerma, Ciprià Ciscar o Tomás Llorens, siempre que su inspirador de entonces, Eduardo Zaplana, todavía esté de acuerdo. Pero Zaplana navega ya por otros mares, se refiere a la barbarie socialista para hablar acto seguido de completar la rehabilitación saguntina, y deja en manos del pobre Manuel Tarancón la expresión de la voluntad política para dejar las antiguas ruinas tal y como estaban "antes de la última intervención". Esa "ultima intervención", la que obedecía al proyecto de Grassi y Portaceli, es la que puso las piedras románticas en su lugar histórico. Y la que diseñó un majestuoso escenario todavía incompleto gracias a la intervención -de menor enjundia rehabilitadora de unas ruinas inservibles para función alguna- del abogado popular Marco Molines. Entre una intervención, la del político experto en la interpretación torticera de la leyes, y la otra, la de los arquitectos que rescataron un espacio histórico para la plenitud de su uso cultural, media la distancia que va entre el oportunismo del buscabullas y la disposición para articular soluciones concretas para problemas particulares. Por lo demás, siguen las paraolimpiadas artísticas de la hermana lista de Ciprià Ciscar, ahora con 200 participantes de las más acreditadas ganaderías, 200, en pos del salto de la cantidad a la cualidad. Que termine el siglo cuanto antes.

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