Cartoneros
El papel usado era mi sobresueldo. Cada mes o mes y medio reunía todos los periódicos y revistas atrasadas que había en casa, hacía con ellos un fardo y me presentaba en el chamarilero para vender al peso la mercancía. El tipo que la compraba era un hombrecillo con aspecto sucio al que llamábamos el miserias. Tal apelativo se debía a la marcada tendencia de su báscula a favorecerle económicamente recortando el peso. Los chicos de mi barrio odiábamos al miserias y le metíamos de clavo cuanto podíamos para compensar la usura. A veces colocábamos piedras entre las hojas y los cartones para aumentar el peso, aunque el método mas eficaz era el de mojar los papeles del centro del paquete. La absorción del agua sumaba dos o tres kilos sin demasiado riesgo de que detectara el fraude. A nadie nos quedaba cargo de conciencia alguno por hacerlo y el dinero de aquel individuo ruin engordaba sobremanera nuestra siempre exigua paga de los domingos. Un día comenzó a bajar el precio del papel y dejó de merecer la pena ir cargado como un burro hasta la tienda del miserias.Durante años eché de menos aquel necesario complemento a mi economía infantil que a duras penas pude suplir con la venta del cobre sobrante que pillaba en las obras o con la de cartones de tabaco rubio procedente de la base de Torrejón. Pasó el tiempo y, ya ejerciendo de periodista, volví a ver el negocio del papel usado en la persona de un teletipista que atendía nuestra redacción. Aquellas máquinas que manejaba escupían metros y metros de papel en rollo recogiendo las notas de las distintas agencias de noticias. Era papel blanco de primera calidad que, junto a la inmensa cantidad de folios que consumíamos y la de los numerosos juegos de periódicos y publicaciones semanales, constituían una riqueza nada desdeñable. El compañero teletipista rebañaba mesa por mesa todo lo que fuera material reciclable y, en su afán acaparador, apenas dejaba que un hoja alcanzara la papelera sin que su mano ágil la atrapara en el aire. Tal era su ansia recaudatoria que en más de una ocasión hubo que buscar entre el papel almacenado informaciones y documentos que había retirado antes cuando aún servían.
Fuera como fuera, lo cierto es que cada dos meses lograba cargar hasta los bordes un camión de veinte toneladas. Hace años que le perdí la pista, pero lo último que recuerdo es que, gracias al reciclaje, había logrado adquirir varias plazas de garaje en la súpercotizada zona centtro.
Todo esto que les cuento me viene a la memoria ante el problema que ha surgido en Madrid con los cartoneros. Este es el apelativo que reciben los componentes de la cuadrillas que recorren las calles de la ciudad recogiendo cartones y papel usado. Los cartoneros salen cada noche en camiones casi siempre destartalados cuyas cajas han sido complementadas para ganar en altura. Su trabajo es frenético. Uno de los componentes del grupo va pillando lo que puede en los cubos y contenedores de las aceras y lanzando el material hacia arriba. En lo alto del camión otros dos o tres individuos lo recogen, manipulan y clasifican has dejarlo listo para el pesaje y la venta.
Desde hace cuatro o cinco años es frecuente verlos en las calles céntricas de la capital donde se ubican las oficinas y negocios que más volumen de papel generan pero en los últimos meses su proliferación se ha disparado El motivo no es otro que el espectacular incremento registrado por el precio del papel usado. Hasta dieciocho pesetas paga hoy el mercado por el mismo kilo de cartón por el que la pasada primavera no daba más de un duro. Tan alta cotización desata carreras de camiones, cuando no peleas, en la competencia por recoger el apreciado desecho. Una situación explosiva que el Ayuntamiento de Madrid no ha logrado en ningún momento controlar a pesar de que la recogida se practica a tumba abierta. La acción de los cartoneros no solo crea riesgos evidentes, sino que provoca atascos monumentales y va dejando a su paso un rastro de suciedad que una legión de barrenderos municipales no podría borrar en una noche. Antes que consentir lo que esta pasando, sería mejor ordenar esa actividad, imponiendo unas normas de funcionamiento y unos horarios que no perjudiquen a los ciudadanos.
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