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Tribuna:
Tribuna
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Cuando el viento aúlla

Escribo estas líneas conmovido por la noticia de otro asesinato, otro más. Ha sido cerca y llamo sin parar a unos amigos a quienes esta muerte afecta directamente. Quisiera enviarles un abrazo. Aunque nada consuela a quien está desgarrado o asustado o simplemente angustiado por la muerte. Un sentimiento terrible, un dolor intenso y de efectos duraderos.El sábado hubo una gran manifestación contra la infamia en Bilbao. Hubo quien con buen sentido estuvo allí. Y hubo quien no estuvo, con buen sentido también: Ibarretxe debió llamar a la escuadra a tiempo para evitar la piratería. No ahora que los piratas son dueños de los mares y él aspira a ser reelegido contramaestre de estas costas. Moralmente, Ibarretxe es un cínico lleno de buenas intenciones. Políticamente, el PSE hizo bien al sumarse a un acto de unidad democrática. La necesitamos. Pero otra cosa es el valor moral de la marcha. Incluso su efectividad.

Puede que haya, en efecto, un movimiento de fondo en el PNV (sus militantes son demócratas, formados en el humanismo antifranquista de los perdedores de la guerra civil, horrorizados por los paseos y los tiros en la nuca), un movimiento sustantivo a favor de la unidad democrática. No es cosa de dejarlo pasar. Tal vez acaben prevaleciendo en Ibarretxe las buenas intenciones sobre el cinismo partidista. Lo espero y aún lo creo -o quisiera creerlo; Ibarretxe puede o no defraudarnos de nuevo-. Pero bajo él hay un problema de cultura, un problema moral y de decencia que pasa desapercibido en el juego político (aunque estén íntimamente entremezclados).

No quisiera, pues, quedarme hoy en ese plano de la política. Quisiera pasar a otra esfera, quizá más sustantiva, del asunto. Ya no bastan, creo, las manifestaciones. ¿A quién conmueven sino a nosotros mismos? Debemos avanzar de la política -sin descuidarla- al mundo de los valores.

Pasaba hace unos días casualmente (tan casualmente como que se producía en medio de mi centro de trabajo) por un acto de homenaje a uno de los militantes de ETA muertos en agosto Bolueta. Lo habían organizado en una de las facultades de la UPV-EHU en Vitoria. Concurrían unos doscientos jóvenes. El lugar había adquirido un porte solemne, eclesial; ambiente exaltado y emotivo, lleno de simbolismo étnico y culto a los muertos. Desde el escenario, apelaciones a la rebeldía y a la generosidad juvenil, mientras alguien decía: "Hoy homenajeamos aquí a Zigor, un héroe que supo dar su vida por Euskal Herria. Como tantos otros. Aquí mismo tal vez haya otro Zigor. O tal vez cuatro o cinco". Aplausos enfervorizados. Nueva mística del martirio.

¿Quién se para a decir allí que el tal Zigor iba esa noche a matar, a destruir cruelmente otras vidas? ¿Quién, que esos días marchaba un profesor del centro al extranjero para ponerse a salvo de quienes le habían amenazado de muerte sólo por opinar? Eran sin duda chavales como otros. Pero se les inculcaba la idea de que matar no sólo era lícito sino que era además intrépido y noble. ¡Qué barbaridad! No es la primera vez en la historia en que una parte de la juventud queda atrapada por esa mística irredenta.

En las sociedades tradicionales existía un código de valores estricto. Un código que incluía una moral. Es lo que entre otras cosas representa el zueco de piedra del cuento También aúlla el viento de Berger. Podrás usar otro calzado, lo usarás; podrás marchar de aquí -le decía el abuelo al nieto-, pero el zueco de piedra hecho por tu bisabuelo está pegado a la roca. Tú lo cuidarás. Y los que vengan. Esos valores les protegían de lo malo (también de lo bueno con frecuencia).

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Las sociedades modernas deben también tener su zueco, su código moral que nadie debe transgredir. Y éste, como en la viñeta de Máximo, debe incluir el "No matarás". Un zueco ligero (nórdico y aireado), una cultura democrática, que diga: "Las leyes son para respetarlas porque me benefician y la muerte es lo más horrendo, nada lo justifica; nunca matarás". Rehacerlo concierne a los partidos, a las familias, a la escuela, y, sobre todo, a la tupida red de cuadrillas y grupos de jóvenes que alientan culturas alternativas. Un zueco que no nos lo calzaremos cada día, pero al que cada otoño quitemos el polvo acumulado y lo cuidemos como algo muy nuestro.

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