50 años de ocupación china de Tíbet
Cuando, ahora hace 50 años, las tropas de Mao entraron en Lhasa (la capital de Tíbet) lo hicieron para solventar, cuando menos, tres antiguos problemas.En primer lugar, la invasión se inscribía en la línea de reconstituir el cinturón periférico exterior que tan laboriosamente había forjado la dinastía anterior, la Ching. La fragilidad del Estado chino en los siglos XIX y XX había debilitado mucho la presencia china: Pekín era incapaz de asumir las responsabilidades que se había arrogado sobre su periferia a lo largo del siglo XVIII. Pero era más que previsible que la flamante nueva China intentara hacerse de nuevo con ella.
En segundo lugar, el desfile de tropas chinas al pie del Palacio de Potala tenía ya, en aquella mañana de octubre, una larga historia: los ejércitos del emperador manchú Kangxi lo habían hecho por vez primera en 1720. Los chinos, por otra parte, no habían sido los únicos: en 1904 los británicos, con sir Francis Edward Younghusband (explorador y oficial del Ejército británico) entraron desde la India. El control de Tíbet -en pugna con británicos y rusos- fue un problema intermitente durante toda la dinastía manchú: poco antes de su caída, el Ejército imperial chino entraba de nuevo en Lhasa mientras el Dalai Lama huía a la India. La China republicana dejó en paz a Tíbet simplemente porque no tenía fuerza para hacer otra cosa, pero era previsible que el nuevo Estado recuperara una línea política con una solera de dos siglos.
En tercer lugar, China no sólo invadió Lhasa, sino también todos los territorios de civilización tibetana que llevaba siglos disputándose con Tíbet. El gran problema de fondo era, y sigue siendo, el de los límites territoriales de Tíbet, ya que una porción muy sustancial del territorio chino es de civilización tibetana: todo el Qinghai, partes del Xinjiang, del Sichuan y del Yunnan. Desde el siglo XVIII China había ido incorporando porciones del territorio tibetano a sus provincias, aunque las marcas tibetanas habían sido siempre un conflicto latente. Para Pekín, la invasión de Tíbet implicaba una redefinición de las fronteras de éste y cerraba un litigio que duraba siglos.
La protesta tibetana por la invasión, que se alzó hasta las Naciones Unidas, tenía pocas posibilidades de prosperar: Nehru, en la vecina y recientemente independizada India, no se podía permitir disputas con China; Estados Unidos estaba enfrascado en la guerra de Corea; al Imperio Británico le había llegado la hora de replegarse sobre sí mismo. Pero aún hay más: aunque China no estaba representada en las Naciones Unidas, que sólo reconocían a Formosa, Chang Kaishek era tan partidario como Mao de la incorporación de Tíbet a China.
Las condiciones que Mao impuso a los tibetanos eran algo más duras, pero no sustancialmente diferentes de las que la misma China había impuesto a Lhasa en situaciones anteriores. Pero la China de Mao tenía mucha más fuerza que la anterior, y sus orientaciones eran también muy otras. A Tíbet le esperaba ahora un doble calvario: el de los avatares de la política maoísta, que compartiría con los chinos, y el añadido de tener un ejército de ocupación.
La reforma agraria -que inicialmente contaba entre los tibetanos mismos con partidarios- destruyó el equilibrio de la sociedad tradicional, ya de por sí amenazada por la llegada de colonos chinos. Los intentos de suprimir el poder monástico, que se saldaron con secularizaciones de monjes, pillaje de monasterios y ocupación de sus recintos para usos militares o administrativos, resultaron simplemente sacrílegos para la mayoría del país. Por su parte, la construcción de infraestructuras generó un sufrimiento indecible. Los miles de kilómetros de carreteras que China necesitaba con urgencia se realizaron a toda prisa con mano de obra forzosa tibetana y trajeron a corto plazo un sufrimiento añadido intenso. Los chinos reconocieron un muerto por cada kilómetro: habría que multiplicar por mucho más. El Tíbet anterior a 1951 era una sociedad atávica en la que la mayoría de la población, articulada en torno a los monasterios, sobrevivía con gran austeridad: después de 1951, la miseria arrojó a unos a la mendicidad, a otros a la guerrilla de resistencia y a los más a una hostilidad hacia los chinos que oscilaba entre el nacionalismo y la xenofobia.
Cuando, dentro del marco del Gran Salto hacia Adelante, los chinos decidieron dar una vuelta más a la tuerca e imponer a Tíbet las cuatro liquidaciones, la situación se hizo insostenible: los intentos conciliadores del Dalai Lama acabaron por fin en marzo de 1959, cuando, en plena sublevación de la población de Lhasa, aquél huyó a la India.
Dolors Folch es catedrática de Sinología de la Universidad Pompeu Fabra.
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