El hombre apacible
Numerosas han sido las ocasiones en los últimos días en que he tenido que desistir de escribir unas líneas sobre una persona que ha influido muy considerablemente en mi vida. Haciendo un gran esfuerzo lo intento ahora nuevamente, no sabiendo si encontraré las palabras adecuadas que sirvan para hacer un retrato justo de esa persona para mí tan querida.Siempre necesita un fiscal tener cerca a alguien a quien poder recurrir en un momento determinado, sea la pareja, el maestro, el compañero, el amigo. La persona a quien pretendo retratar era un compañero porque así consta en el escalafón, a lo que no doy gran importancia. Más de mil tengo así. Pero él era mucho más que eso. Era un amigo. Un verdadero amigo. De una gran lealtad, de los que nunca fallan cuando uno pasa por momentos difíciles. Bien lo demostró a lo largo de 35 años.
Nos conocimos siendo opositores durante unos años muy difíciles en que la escasez de plazas en las convocatorias era lo que entonces predominaba. Era cinco años más joven que yo. Estando harto de las oposiciones, pues me acercaba a los 30, tentado estuve de abandonar. Él sonreía y, con el optimismo que le caracterizaba, afirmaba que teníamos ya el triunfo en la mano y que abandonar era lo fácil.
Acertó. Ingresamos ese mismo año y tras nueve meses de estancia en una Escuela Judicial que no servía absolutamente para nada, salvo para comprobar por ejemplo la promoción -integrada por ocho jueces y cuatro fiscales- que uno de estos últimos destacaba por su saber estar en todo momento, por su simpatía, caballerosidad y generosidad y por su saber jurídico como ya entonces apuntaba, salimos al fin destinados.
Con una gran ilusión y con ganas de comernos el mundo, aunque con cierto temor como la prudencia aconsejaba, en un caluroso domingo del caluroso mes de julio de 1967, emprendimos el viaje de Madrid a Barcelona por la carretera impresentable de entonces, ciudad a la que llegamos al cabo de 12 horas, cuatro más de lo debido porque mi acompañante quiso que conociéramos el Monasterio de Piedra y la basílica del Pilar de Zaragoza.
Refunfuñando por lo apretado del horario, al final acepté, si bien luego no me arrepentí. En nuestra larga relación de amistad, yo siempre refunfuñaba mientras él fingía no darse cuenta de ello y con fino sentido del humor, entre galaico y británico, y su forma apacible de decir las cosas, siempre ganaba y se salía con la suya, aunque elegantemente hacía creer que me salía con la mía. Era tan bondadoso y elegante en la defensa de sus argumentos que difícilmente podía uno negarse a sus deseos.
Nos instalamos en un hotel cercano a las Ramblas, modestísimo, pues el presupuesto no daba para más y, como quiera que no tenían habitaciones individuales, tuvimos que compartir una doble, pequeñísima, donde el equipaje estaba a la vista al no caber en el diminuto armario, con un calor asfixiante pues el aire acondicionado era entonces un lujo fuera de nuestro alcance y, por si ello fuera poco, al cabo de los días los sumarios casi llegaban hasta el techo, pues la fiscalía no paraba de enviarnos cada día más, siendo el reparto de trabajo injusto por discriminatorio, en contra de los más jóvenes y en beneficio de los veteranos. Todavía no hace mucho, nos reíamos recordando aquellos tiempos y el camarote de los hermanos Marx en Una noche en la ópera.
Así calificamos nuestros primeros sumarios, procurando ser justos, con miedo a no acertar, pero ganando yo en seguridad al dejarme guiar por sus consejos. Ahora me doy cuenta de lo mucho que aprendí a su lado.
Pronto adquirió él fama de buen fiscal, objetivo, imparcial y de unas maneras tan elegantes, insisto, que los abogados deseaban compartir los juicios con el nuevo fiscal. Correcto con los procesados, testigos, peritos, respetuoso con los letrados, fueran defensores o acusadores, cooperando siempre con los jueces en búsqueda de la verdad, agradable siempre en el trato, apacible en suma, con su sonrisa que transmitía paz y sosiego. Así fue siempre hasta que murió. Así era mi amigo. ¡Con lo difícil que es tener amigos de verdad y a quien ahora he perdido por razones que todavía no comprendo y nadie puede explicarme!
Durante nuestra estancia en Barcelona, aprovechamos el tiempo libre para conocer bien esa bellísima ciudad y prácticamente toda Cataluña y asistir a cuantos acontecimientos culturales en aquella capital tenían lugar. Siendo él una auténtica bicoca, me dejaba por completo guiar en sus iniciativas turísticas.
Recuerdo una ocasión en que teniendo él pocos asuntos pendientes, quiso aprovechar un puente para pasar tres días en la Costa Brava y residir en ese paradisíaco lugar que es Aiguablava. Le advertí de que tenía mucho trabajo y no podría acompañarle. Con su característica suavidad me dijo que contaba con mi compañía, y como quiera que a las seis de la tarde la luz solar desaparecía, hasta esa hora haríamos turismo y a partir de entonces calificaríamos mis causas, repartiéndolas entre los dos. Siempre que he vuelto al parador de esa localidad me acuerdo de mi amigo, lo que fácilmente se comprenderá.
Siendo muy distintos de carácter, discutíamos mucho sobre diferentes temas, pero con un gran respeto del uno hacia el otro. Tenía él unas profundas convicciones religiosas, pero en contra de lo que algunos apuntaban estos días, nunca perteneció al grupo religioso-elitista al que muchos suelen situar siempre próximo al poder o instalado en él, aunque respetuoso como siempre con todos, creyentes o no. Políticamente, ya en la democracia, me confesaba que le gustaría la existencia de un partido político demócrata cristiano, serio y fuerte, necesario según él para que sirviera de contrapeso entre la derecha y la izquierda.
Aunque ambos estábamos de acuerdo en que seguiríamos en Barcelona a la espera de obtener el traslado a Madrid, las cosas transcurrieron por cauces bien diferentes. Al cabo de un año yo marché a Guinea Ecuatorial para tratar de arreglar el continente africano, o poco menos, sin que, como es natural, arreglara absolutamente nada. Él se marchó a la Fiscalía de Málaga, gran fiscalía en aquellos años -de cuyos ocho miembros tres llegaron a ser jefes y otro a presidir la Sala Segunda del Tribunal Supremo-, en la que pudo completar su condición de gran jurista y ganarse a pulso la consideración de jueces, letrados, auxiliares, lo habitual en esa persona por donde quiera que ha pasado.
Pero nuestra amistad era tan sólida que con el transcurso de los años se vio reforzada cada vez más. En Málaga se casó con una mujer espléndida, que siempre me ha tratado como uno más de la familia, al igual que los hijos de ambos, amistad que se extendió igualmente a mis familiares que enormemente querían a tan buen amigo.
Llegados a este punto hora es ya de decir que ese amigo mío, ese hombre apacible -aunque el inteligente lector lo habrá adivinado- se llamaba Luis, Luis Portero, patrimonio hoy del pueblo español como todos los que han muerto a manos de los terroristas.
Tanto en Las Palmas de Gran Canaria como en Granada, mantuvo muy alto el prestigio del ministerio público como fiscal jefe. Fue un gran jefe, porque ejerciendo de tal, apenas se le notaba. Como aquellos que saliendo al ruedo merecen la calificación de buenos toreros porque conforme a los cánones taurinos saben parar, templar y mandar, Luis siempre paraba a tiempo muchos golpes, observaba la debida prudencia sobre todo en las ocasiones difíciles que se le planteaban y sabía también mandar, entendiendo por tal hacer siempre buen uso y nunca abuso de la autoridad de la que legalmente se encontraba investido.
Se ha dicho que era incómodo al poder. Vamos, que siguiendo con los símiles taurinos, en determinados asuntos, si afectaban a la izquierda daba sendos derechazos, así ha de entenderse, y si por el contrario era la derecha la afectada, sendos naturales. Mas no es así la verdad. Defendía con honestidad aquello que creía era lo justo, sin pretender ser incómodo con nadie. Incomodidad y Portero eran incompatibles, compartieran o no algunos de sus puntos de vista.
Pero he de rectificar, pues no he narrado lo anterior correctamente, porque sí fue incómodo al menos para tres personas, las que segaron su vida y para quienes tal encargo hicieron a los asesinos.
Querido, queridísimo Luis. Todos tus compañeros, amigos, juristas, millones de compatriotas te recordarán en el futuro. Seguro estoy de ello. Siempre estaré unido, pensando en ti, a tu madre, tus hermanos, Chari y vuestros hijos. ¿Pero a ti qué te voy a decir? Conociéndote como te conocía, seguro estoy de que cuando en tu último día ibas a tomar el ascensor para almorzar con los tuyos, estabas sonriendo.
Recordaré siempre esa sonrisa, tu aire de despistado, tu personalidad apacible, tus consejos, tus enseñanzas, tu saber estar en todo momento, es decir, tu elegancia ante la vida, tu riqueza y rigor intelectual, tu imperecedera amistad, tu bondad, tu ejemplo. Mas todo eso será cuando pase un tiempo, porque hasta hoy siento una rabia contenida y una gran impotencia y sólo, hasta hoy, no he sabido hacer otra cosa que llorar por ti. Gracias por todo, Luis, queridísimo, inolvidable Luis, hermano.
Juan José Martínez Zato es fiscal de Sala del Tribunal Supremo y jefe de la Inspección de la Fiscalía General del Estado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.