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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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¿De qué hablamos cuando decimos que hablamos de cultura? PILAR RAHOLA

Nos queda la cultura. Hartos ya de que constantemente les fallen los esquemas en tantos asuntos, nuestros sufridos patriotas siempre tienen un bocado para echar a los perros: el de la salud de la cultura catalana. Durante años éste fue el comodín mágico que más o menos aquietó conciencias, a pesar de que una se pregunta en qué se basaba, puesto que la salud cultural es más bien incierta. Entre poetas nacionales y dramaturgos nacionales, el país mantenía altas sus dosis de autoestima y así el truco del espejo daba resultados: ¡qué guapa eres, Cataluña! Qué guapa, a pesar de no tener política cultural, de padecer consejeros de Cultura que basan su nivel de actuación en saber coger los canapés durante las recepciones, a pesar de tener un presidente que, justamente, basa en el desprecio a lo intelectual parte de su gracia política. En estos años de salud nacional, el termómetro que medía nuestra temperatura iba subiendo, hasta que se nos declaró un catarro monumental: ha desaparecido todo atisbo de industria cinematográfica -entretenidos como estamos peleándonos con el Pato Donald-, hemos perdido el liderazgo indiscutible que teníamos en doblaje, casi ni existimos en materia museística -pese a tener tan buenos pintores-, navegamos entre escándalos teatrales, hemos desaparecido como referente operístico y estamos a punto de tirar la toalla del liderazgo editorial. Si no fuera porque, de vez en cuando, Almodóvar se apiada de nosotros y nos convierte en paisaje de sus geniales monstruos, habría aspectos culturales en los que ni existiríamos. Claro que siempre nos queda, cual Casablanca mítica, nuestro animado y peleón diseño, pero hasta el diseño está últimamente planchado. ¿Y los escritores, los poetas? Me atrevo a hablar de buena salud narrativa (de Porcel a Mendoza, pasando por san Javier Tomeo) y de no tan buena salud poética. Pero por ahí aún hay actividad presentable. Sin embargo, y creo que hay que decirlo con altavoces y no con la voz arrugada que se nos pone en estos casos, incluso en este campo hemos perdido prestigio. Ni de lejos nos hacen el caso que tiempo ha nos habían hecho.¿Qué ocurre? Aparte de los males que nos vienen de la pérfida Albión madrileña, que todo todito se lo quiere quedar (y un día hablaremos seriamente de ello), nosotros solitos nos hemos hecho un buen trabajo de autodestrucción. Analicémoslo. Primero, la política de lo cultural, es decir la política de no tener política. Aquí, si el Gobierno de Madrid ha optado por no acordarse de nosotros, el de casa ha optado por no acordarse de sí mismo. "Vivo sin vivir en mí" podría ser el lema de toda este plantel ingente de consejeros de Cultura que han conseguido pasar sobre la cultura sin tener ni una sola idea. Excepto poner en nómina a unos cuantos intelectuales, repartir unas cuantas subvenciones (más ideológicas que planificadas) y esperar el maná estatal para inaugurar algún museo, podemos asegurar que en materia cultural el Gobierno no ha hecho nada de nada. Es decir, nada. ¿Lo repito? Nada. Ni glamour..., que ya puestos, como dice Maruja Torres, nos vendría muy a gusto. Que ya tiene coña que la cosa menos glamourosa de la historia de la humanidad, que es un consejero de Cultura convergente, pida glamour al respetable... Creo con sinceridad que la nula política cultural es una opción política cuyo objetivo es que eso tan endemoniado, incontrolodo e incómodo que atiende por cultura cabree poco. ¿Cómo va a querer un consejero de Pujol que exista un cuerpo intelectual de lengua suelta y pensamiento más suelto aún, si lo suyo es sobrevivir en la silla sin demasiado ruido? Y la cultura hace ruido cuando funciona. Por lo tanto, sobra.

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Veinte años con cero de política cultural. Pongamos un ejemplo provocador: la gran obra del Gobierno vasco es el Guggenheim; la del catalán, Port Aventura... ¿Qué, si no? Díganme ustedes una sola obra cultural de altura para un periodo tan dilatado de la historia de un país como son 20 años. Una sola obra que quede, que consolide inteligencia, que remueva ideas. ¡Ah, sí!, claro, el Nacional... Si ésa es la idea...

Sin embargo, el grado cero de política cultural no ha significado un grado cero de ideología cultural, y ahí la cosa se nos ha puesto estupenda. A la vez que no había políticas sobre industria cinematográfica o museística, sí había ideología cultural, y ésta pasaba por un país dualizado, profundamente estigmatizado por una frontera sutil pero inflexible que dividía la creación en función de la nación. Me explico: la Cataluña dual, partida entre nacionalistas y no nacionalistas, ha sido tan devoradora en el ámbito de la creación que ha creado una doble perversión: ha marcado con etiquetas extraculturales la cultura y al mismo tiempo ha demonizado la actividad de unos u otros en función de la etiqueta. En este país extraño se han dado premios literarios a escritores mediocres sólo porque eran patriotas, y al mismo tiempo no se ha hecho ni caso de grandes escritores porque no lo eran. Lejos de convertir el sentimiento de pertenencia de cada cual en una fuente de riqueza creativa, se ha convertido en una llave de paso. Una llave que abría desde premios hasta cuotas de pantalla. Esto lo ha hecho hasta la saciedad el Gobierno de la Generalitat; pero ¡cuidado!, también el otro lado de la plaza. En lugar de formar un cuerpo de pensamiento libre, los creadores han pasado a formar parte de cuerpos marcados, y según la marca les ha ido mejor o peor. ¿Es posible, por ejemplo, que alguien como Margarita Rivière no haya estado nunca en TV-3? No es posible, es lo normal. Lo nacional ha cargado de tal manera lo creativo que ha producido otro fenómeno perverso: la desafección de lo catalán de una parte de la intelectualidad, harta precisamente de esa sobrecarga.

Catalanizar la cultura, desnacionalizar la cultura, ése sería el paradigma. Por un lado, hay que consumir como propio lo que el país crea, más allá de las afiliaciones, el pedigrí o la lengua del creador. Es decir, entender como catalán lo que Cataluña genera. Por el otro, hay que olvidarse del nivel de servicio a la patria que el creador representa. Que voten unos y otros lo que quieran. Que sean nacionalistas o botiflers, internacionalistas o almogávares. ¿Qué más da si son creadores? La patria bien entendida no vive de declaraciones, sino de obra. Obra bien hecha, y lo demás son puñetas. Puñetas, eso sí, que llevan 20 años haciendo la puñeta.

pilarrahola@hotmail.com Pilar Rahola es periodista y escritora.

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