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Decisión en Sagunto

La sentencia del Supremo que pone fin a la cadena de recursos suscitada por la intervención en el teatro romano de Sagunto puede pasar perfectamente como modélica, tanto por el cuidado con el que deslinda los problemas jurídicos, que son los que el tribunal ha de resolver, de aquellos que no lo son, acerca de los cuales el tribunal no tiene nada decir, como por el rigor con el que se efectúa la aplicación de los distintos instrumentos hermenéuticos que conducen a la Sala a la conclusión final: las obras podrán ser todo lo respetables que se quiera en el plano artístico y académico, pero son ilegales. Y lo son porque efectúan no una rehabilitación (permitida) sino una reconstrucción, y esta última operación está vedada por la ley.Sentado lo dicho me parece que no tiene mucho sentido dedicarse a criticar a los recurrentes por razones estéticas o utilitarias. Los recurrentes pensaban que las obras eran ilegales y la Sala, confirmando la decisión anterior del TSJ, les da la razón. Los recurrentes ganan, por dos a cero concretamente. Hace algunos años un querido colega, que ejercía entonces de letrado de la Generalitat, me señalaba que el fallo del TSJ era un fallo político, porque lo que venía a hacer era dotar de un contenido concreto un enunciado genérico de una cláusula legal, y al así obrar el tribunal no se limitaba a aplicar la ley, sino que procedía a complementarla, convirtiéndose en colegislador junto al Parlamento. Creía entonces, y sigo creyendo hoy, que esa crítica de Vicent era y es correcta: cuando el tribunal, enfrentado la tarea de definir si la intervención es rehabilitación o reconstrucción, opta por incluirla en uno u otro concepto y extraer de ello las consecuencias jurídicas correspondientes no está tanto aplicando la regla definida por el Parlamento, cuanto introduciendo su propio juicio y valoración, operaciones de las que no se puede decir seriamente que sean aplicación de la ley. A la postre la ley no dice por dónde pasa la raya que separa la rehabilitación de la reconstrucción, eso lo dice el juez, por más que la Sala se refugie detrás de un pretendido "sentido propio de los términos" que al cabo es el propio juez quien define.

Decir que la Sala cuando dice el Derecho en un caso como este esta codecidiendo con el Parlamento, colegislando con él, supone ciertamente negar que el juez administre nada, y, en particular, negar que administre Justicia. Lo que no tiene nada de particular: en nuestro ordenamiento constitucional los jueces no son administradores, y por eso ni son ni pueden ser funcionarios, los jueces son Poder Judicial, y lo son porque deciden, esto es mandan, junto al Parlamento y según las indicaciones de éste, otra cosa es la sombra que el ser poder en un Estado democrático arroje sobre los actuales sistemas de provisión de la magistratura. Lo son en todo caso, entiéndase bien, lo que ocurre es que esa función de producción de normas que los jueces desempeñan es particularmente visible en casos como éste, en que el juez decide determinando el sentido de los conceptos jurídicos indeterminados que usa el legislador. Por eso quienes se quejan del sentido de la sentencia yerran el destinatario: la culpa no es del tribunal, es del Parlamento que ha hecho la ley como la ha hecho. Ciertamente al legislador le es siempre cómodo, y frecuentemente necesario, recurrir a conceptos indeterminados, pero si lo hace debe ser consciente que justamente en la medida en que el concepto que usa adolece de indeterminación en esa misma medida está habilitando al juez para decidir según su criterio.

El criterio de la Sala, ciertamente un criterio no infundado, consiste en que la intervención efectuada es una reconstrucción, cosa que se dice literalmente, por cierto, en algunos de los documentos del expediente, lo que da idea de la alegría con que el mismo se constituyó, o de la escasa o nula influencia que los servicios jurídicos de la consejería tuvieron en su configuración, y que, por lo demás, resulta bastante evidente para cualquiera que visite el lugar. Aquello es, efectivamente, un teatro "en parte nuevo".

Dicho el Derecho comienza el lío: ¿qué hacer? ¿qué salida la damos a un teatro parcialmente nuevo en el que lo nuevo es precisamente aquello que le hace operativo y le da visibilidad social? Proceder a la demolición de las obras sería costoso económicamente y no puede garantizarse que pueda lograrse la restitución del estado anterior a la intervención, no al menos sin serios riesgos de graves daños. Y supone la paralización del teatro, y de una parte de la ciudad de Sagunto por un largo período. Dejar las cosas como están supone no cumplir la sentencia, y para algunos tener que tragarse cuanto han dicho en contra de la intervención, para el PP entrar en contradicción consigo mismo. Efectuar una restitución parcial parece que tiene la mayor parte de los inconvenientes de la primera salida y algunos de los propios de la segunda. Es más, desde la perspectiva electoral cabe dudar que la primera aporte un solo voto, y más bien cabría esperar lo contrario, que su práctica sería poco conveniente para el actual gobierno de la Generalitat, optar por la segunda supone poner a la oposición las cosas como, según es fama, le ponían las bolas sobre el tapete verde los cortesanos pelotas a Fernando VII, escoger la tercera puede combinar los inconvenientes de ambas. Lo que no se ve por parte alguna es qué rentabilidad pueda sacar el actual equipo de la sentencia, sea cual sea su futura actuación. Como no pacte con la oposición una salida el gobierno popular no lo tiene fácil: Sagunto reclama una decisión.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho en la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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