Luces y sombras
Dificultades de medición al margen, no parece arriesgado afirmar que en el curso del siglo XX las desigualdades económicas entre países se han incrementado grandemente. De acuerdo con estimaciones recientes, las diferencias existentes entre los niveles de renta del cuartil más rico de la población mundial y los del más pobre eran de uno a cinco en 1900 y ahora son de uno a diez.En lo que hace a desigualdades internacionales en la duración de la vida humana, el balance del siglo que acaba es menos simple y lineal. Es más que probable que las disparidades en esperanza de vida se agrandaran en la primera mitad del siglo, porque hasta sus decenios centrales el declive de la mortalidad estuvo prácticamente confinado a los países más desarrollados. A cambio, es seguro que, tomadas en conjunto, en la segunda mitad del siglo las distancias se han reducido. En ese tiempo, la caída de la mortalidad y la revolución sanitaria que ha supuesto el siglo XX se han extendido a la mayor parte del planeta. Entre los inicios del decenio de los 50 y nuestros días, la esperanza de vida del conjunto de los países más desarrollados ha aumentado en 10 años, pasando de 65 a 75 (alguno supera ya los 80); pero la del conjunto de los países en vías de desarrollo lo ha hecho en más de 20, elevándose de 43 a 64.
Desde el fin de la segunda guerra mundial, las enfermedades infecciosas y parasitarias (EIP) responsables de la inmensa mayoría de las muertes tempranas han experimentado un retroceso vertiginoso en el grueso del mundo en desarrollo. Gran parte de Asia, América Latina y África septentrional han recorrido los estadios iniciales y centrales de la transición epidemiológica en un tiempo incomparablemente más corto que el empleado en su día por los países pioneros, en buena parte gracias al potencial transnacional de los avances médicos y sanitarios alumbrados gradualmente en estos últimos, y plasmado sobre todo en vacunas, antibióticos e insecticidas de bajo coste. El hecho combinado de haber conseguido doblegar el grueso de las enfermedades infecciosas y padecer aún en medida limitada las degenerativas que constituyen las principales causas de muerte en los países más desarrollados contribuye decisivamente a explicar los altos niveles de esperanza de vida alcanzados por numerosos países que aún no disfrutan de elevados niveles de renta.
No pocos, sin embargo, han quedado rezagados en el camino que conduce a la longevidad universal; y otros han experimentado retrocesos. Al tiempo que se han reducido las diferencias entre el primer mundo y el tercero en su conjunto, han aumentado las disparidades dentro de este último, cada vez menos homogéneo. En efecto, en muchos países del metafórico Sur los niveles de esperanza de vida tienen hoy poco que envidiar a los prevalentes en el Norte. Quizás no sorprenda que en Cuba y Chile la esperanza de vida supere los 75 años, y en Costa Rica los 78; pero sí puede llamar la atención que en Sri Lanka, Malaysia, México o China esté por encima de los 70, nivel que están a punto de alcanzar nuestros vecinos del Maghreb. En contraste, la vida media sigue siendo lamentablemente corta en otros países: en algunos, como Zambia (37), Malawi (39), Mozambique (40) o Zimbabue (40) ello se explica en parte por el sida, lo que no es el caso de Níger (41), Sierra Leona (45) o Etiopía (46). También en esta vital rúbrica, el África al Sur del Sáhara constituye la región más desfavorecida. Fuera de ella, la esperanza de vida sólo está por debajo de los 50 años en los muy especiales casos de Afganistán y Timor Oriental.
Además, en algunos lugares, sobre todo del África austral y oriental, la esperanza de vida ha retrocedido en años recientes, y lo sigue haciendo, como consecuencia de la catástrofe de proporciones bíblicas que constituye el sida. Mientras su impacto ha empezado a frenarse en el mundo rico, su progresión en el Tercer Mundo es de tal magnitud que ha forzado a las Naciones Unidas a revisar drásticamente a la baja sus previsiones demográficas para el próximo siglo. En los países africanos más castigados, el brutal impacto del sida reducirá en 15 o 20 años la esperanza de vida en el futuro inmediato. En el caso de Zimbabue se puede reducir de los 51 años alcanzados no hace mucho a apenas 33 años en el 2010. Las posibilidades de frenar la epidemia, con los caros medicamentos al uso y con tasas de infección que alcanzan entre el 20 y el 25% de los adultos, son escasas en África, aunque alguna experiencia exitosa, como la de Uganda -donde las tasas de nuevas infecciones se están reduciendo notablemente- ofrezca alguna tenue esperanza.
La epidemia de sida es la de efectos más devastadores, pero desgraciadamente no la única. Por el contrario, en el último cuarto del siglo XX las EIP están conociendo una fuerte resurgencia. En 1999, las EIP mataron 160 veces más que las catástrofes naturales. Las enfermedades infecto-contagiosas siguen constituyendo una importantísima causa de muerte. Algunas no tienen cura; pero la mayoría serían evitables a través de la prevención, o curables con el tratamiento adecuado. Millones de personas mueren innecesariamente cada año, por pobreza y malnutrición, por no tener acceso a agua potable, por falta de inmunización o por las carencias de los servicios de salud.
Pero no han sido sólo los países más afligidos por el sida los que han experimentado retrocesos. Otra variedad de crisis sanitaria de efectos devastadores es la padecida por Rusia y otras repúblicas ex soviéticas desde 1965. Especialmente aguda fue entre 1987 y 1994, años en los que la esperanza de vida de los hombres rusos cayó abruptamente de 65 a 57 años. Después se ha recuperado parcialmente hasta alcanzar los 61 años, todavía por debajo de los niveles de 1965. Entonces la esperanza de vida de los rusos, muy estimable, era comparable a la de los japoneses. Hoy es 15 años más corta. Se trata, pues, de una crisis de mortalidad de proporciones históricas, de un desastre sin parangón en tiempos de paz. La etiología de la crisis, en la medida en que se puede determinar, reside en tasas anormalmente elevadas de enfermedades cardiovasculares y accidentes, para las que el consumo de alcohol -sobre todo vodka adulterado- es factor de riesgo primordial. Pero las causas del retroceso también incluyen una epidemia de tabaquismo, el deterioro de la dieta y las consecuencias de un alto grado de desorden institucional, manifiesto en las crisis del sistema de salud, de la seguridad pública y del medio ambiente. Finalmente, el estado de stress psicosocial que padece gran parte de la población disminuye la resistencia a las infecciones, induce al consumo de alcohol y tabaco y genera comportamientos agresivos, violentos, desesperados o imprudentes.
Lo ocurrido en Rusia, Ucrania y otras repúblicas ex soviéticas enseña dramáticamente que las conquistas en materia de esperanza de vida no son irreversibles y que el camino hacia la convergencia en la longevidad está erizado de obstáculos. La meta marcada por la OMS, Salud para todos en el 2000, aún tendrá que esperar.
Joaquín Arango es demógrafo y sociólogo.
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