La esperanza debida
Se admiraba Pascal de la colosal desproporción entre el tiempo de la vida y la duración de la muerte; pero tamaño desajuste no concierne a los hombres. Lo que sí nos incumbe es la desigualdad de la duración de la vida. La esperanza de vida al nacer es uno de los indicadores más útiles para medir la mortalidad. Todas las sociedades han ganado batallas decisivas en la lucha contra la muerte y por el alargamiento de la vida. Todas aspiran a vivir más y mejor; a sumar más años a la vida y, naturalmente, más vida a los años, aunque el panorama actual, a escala planetaria, dista mucho de ser homogéneo. Las diferencias no son tan acusadas como las que ofrecen los datos de fecundidad. El proceso de convergencia en el comportamiento ante la muerte ha reducido más aprisa las distancias, pero las desigualdades son aún fuertes, preocupantes e inadmisibles. Hay poblaciones ingentes para las cuales el incremento de su esperanza de vida es una esperanza debida.Los datos generales de los países desarrollados y en desarrollo sintetizan el contraste esencial. Las mujeres del Primer Mundo que nazcan el año 2000 pueden esperar vivir 79 años y los hombres 72. En el otro bloque de naciones, numeroso y heterogéneo, las cifras se reducen a 68 años para las mujeres y 64 para los varones. Las desigualdades por sexo alcanzan distintos niveles de intensidad, pero prácticamente sin excepción, las mujeres viven más años que los hombres.
Las cifras de conjunto encubren, como todos los promedios, situaciones muy diversas. Entre los valores extremos de Japón (77 y 84 años) y los de Zambia (37 y 38 años) se da una gran multiplicidad de combinaciones a todas las escalas. Por continentes, Europa (occidental) tiene los mejores tiempos y África, los peores. Norteamérica se aproxima a Europa y América Latina ofrece mejores registros que Asia. Una vez más las medias continentales disfrazan realidades nacionales muy distintas y situaciones regionales diferenciadas. El panorama aún sería más complicado si se tuvieran en cuenta factores como la residencia (urbana o rural), la posición socioeconómica, la profesión o el nivel cultural. Todos producen hechos diferenciales que se subsumen en las cifras de conjunto que facilitan las comparaciones territoriales. El examen de los bordes de la escala (Europa y África) permite obtener una miscelánea de la heterogeneidad inter e intracontinental.
Los datos de conjunto marcan el salto cuantitativo y cualitativo de ambos continentes. Hombres y mujeres pueden vivir 51 y 53 años en África, y 70 y 78 en Europa. Veinte y 25 años son diferencias muy acusadas que tardarán mucho tiempo en desaparecer (si es que ello sucede algún día). Pero es que además las medias africanas, resultado de los mejores registros que tienen sus Estados del norte, no recogen el desolador panorama del África subsahariana donde los valores son de 48 y 50 años. Aquí se dan las esperanzas de vida más bajas y las mortalidades infantiles más fuertes del planeta, aunque la sobremortalidad es un fenómeno que afecta a la totalidad de la población. La prevalencia de las enfermedades infecciosas y parasitarias, la mediocridad de las condiciones sanitarias para combatirlas, las crisis de alimentos, la inanición, las guerras, las epidemias, los bajos niveles educativos y ahora el sida, que en esta parte del mundo infecta a una de cada 30 personas (África en conjunto reúne el 13% de la población mundial, pero el 69% de los casos de sida) son los factores decisivos de esta atroz (des)esperanza de vida.
En Europa, los índices generales son más satisfactorios en cualquiera de sus regiones, pero se aprecia un contraste singular entre los países occidentales y septentrionales, incluso los mediterráneos (esperanzas medias de 74 y 80-81 años) y los orientales (promedios de 64 y 74 años). En el ámbito occidental, España se sitúa en el pelotón de cabeza europeo y mundial (76 / 82 años); en el otro extremo, Rusia ofrece el paisaje más sombrío (61 / 73 años) con peores resultados que algunos países del Tercer Mundo. La degradación de las condiciones de vida (mala nutrición, alcoholismo, hundimiento de los salarios) y del sistema sanitario (penuria farmacéutica y hospitalaria) son ingredientes esenciales de esa patología social que ha caracterizado la transición, aquí como en otros países del Este, entre el antiguo régimen y la nueva economía liberal. Las diferencias que siempre han existido tendrían que haberse resuelto hace años. Ahora se han agrandado y tardarán bastante en disolverse. Si la muerte es igualmente larga para todos, la vida es desigualmente corta.
Rafael Puyol es rector de la Universidad Complutense de Madrid.
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