Esperando a los tártaros RAFAEL ARGULLOL
Como gran depositaria de los mitos la literatura ha reflejado siempre el simbolismo de las geografías. Tras cada paisaje aparece otro paisaje cuya topografía pertenece a los recuerdos, a las sensaciones, a las intuiciones. Ningún lugar es sólo epidermis y todos los lugares se enraízan en múltiples direcciones. Debajo de la piel de un país o un territorio la literatura hurga en la carne, en la sangre, en los nervios y en los músculos, en la identidad secreta de cada rincón de la memoria.Para la imaginación literaria, cualquier geografía se convierte en geografía simbólica. Con todo, hay ciertos paisajes que han reclamado nuestra atención mítica con mayor contundencia, de manera que, desde los poemas épicos a las novelas modernas, han servido de alimento privilegiado para las ensoñaciones humanas. La característica común de estos escenarios de inigualable poder simbólico es su capacidad para romper los márgenes de la vida cotidiana y desbordar el caudal de la mediocridad. En ellos, en su misterio, el hombre ha creído percibir aquello que se le negaba en su mundo: un espacio distinto para un tiempo lleno de esperanzas aunque también, inevitablemente, de peligros.
Estos paisajes poderosos no se sustraen a la mera descripción, pero siempre están más allá de ella. No son muchos, aunque han sido decisivos para educar la imaginación humana: el mar, la montaña, la selva, el desierto. Un juego permanente de plenitud y vacío, de riesgo e ilusión. Si repasamos la historia de la literatura -incluyendo en ella las epopeyas fundadoras, los documentos religiosos, las construcciones filosóficas- observaremos el continuo recurso a estos territorios limítrofes en los que lo desconocido actúa como prueba de sacrificio y como imán de atracción irresistible.
De Homero a Melville, el mar supone el terror del abismo, pero asimismo el mejor camino para la exploración y el descubrimiento. Sin nuestra "imaginación marina", nuestra imaginación sería infinitamente más pobre y mutilada y, de hecho, hemos podido atribuir al mar aquello que la tierra nos prohibía. La selva ha sido a menudo lo contrario y, frente a lo abierto del horizonte marino, aparece como el lugar de la oclusión y de la opresión, el claustrofóbico perímetro que amenaza con asfixiar a quien se introduce a su interior. La selva oscura de Dante es moral, pero no muy distinta a la física y psicológica descrita por Conrad en varios relatos.
La montaña es igualmente un límite a las posibilidades humanas, asumida por una mayoría de mitos como frontera entre lo divino y lo humano. En ella se han producido grandes encuentros simbólicos, como el de Moisés con Yaveh, o grandes visiones proféticas y catastróficas, como la de Zaratustra en la escenificación de Nietzsche. La montaña es terrible y sagrada. Al igual que el desierto, el teatro de pecadores y santos, tan favorable a la ascesis como a la tentación. O, más simplemente, y más radicalmente, aquel "lugar limpio" que hechizaba a T. E. Lawrence.
Todos estos escenarios han arrastrado al hombre hacia tinieblas y delicias exteriores, si bien éstas acababan alojadas en su interior. Imaginación y mito, literatura y civilización han ido entrelazándose alrededor de geografías simbólicas, raíz y fruto al unísono de las geografías reales. Para el hombre occidental -y lo mismo sucede para otros en otras perspectivas- los descubrimientos de los viajeros, los yacimientos de los arqueólogos, los hallazgos de los científicos han ido conformando realidades que provenían del sueño antes de convertirse en materia prima de nuevos sueños.
En este duelo entre el deseo y el temor la estepa ha sido un escenario extraordinario para la imaginación europea, atrapada entre el finisterre atlántico y la "incertidumbre oriental". Europa ha dibujado sobre la gran estepa asiática un invisible laberinto de emociones en el que se halla extraviado su propio origen: ha temido las invenciones bajo la sospecha de ser, ella misma, el producto de una invasión.
Esta es la herencia que da un significado plural a la exposición Asia, ruta de las estepas (Fundación La Caixa, Barcelona), admirable muestra del arte de las culturas esteparias a lo largo de casi dos milenios. Para mí, además, la confirmación de una de las exposiciones que en mayor medida contribuyó a que rompiera una visión del arte que tenía su origen clásico absoluto en Grecia: aquella denominada El oro de los escitas, celebrada en Venecia y París hace unos 20 años, con una resonancia excepcional. Aquel arte clásico estepario atentaba escandalosamente contra el monopolio griego.
Más allá de la delicada belleza de las piezas exhibidas la actual exposición tiene la virtud de sumergir al visitante en una atmósfera en la que se recrea la incertidumbre oriental de los europeos. En la inmensidad sin accidentes de la estepa cabe tanto la memoria primigenia como la amenaza cíclica: tanto la bruma del origen, compuesta por legados que sobrevivieron en nuestros mitos, como el fuego de la amenaza de nombres legendarios y malditos. De la estepa vinieron Atila y Tamerlán, pero también los dioses del relámpago y el caballo.
La amenaza y la esperanza van extrañamente unidos. Tememos a los bárbaros pese a que les necesitamos porque nosotros también somos bárbaros afanosamente esforzados en olvidarlo. Cavafis reclamaba su llegada porque la civilización estaba muerta; aunque los bárbaros nunca llegaron. Dino Buzatti expresó algo similar en su inquietante narración El desierto de los tártaros. Alexander Blok, por el contrario, saludó su irrupción revolucionaria en el poema Los escitas abominando de la vieja y corrupta Europa con un verso magistral: "Lo que para vosotros son siglos, para nosotros es una hora".
Aunque quizá el secreto no se halle ni en la amenaza ni en la esperanza. Necesitamos la estepa (como necesitamos el mar, la selva, el desierto, la montaña) para asegurarnos de que todavía hay espacios que escapan a nuestra seguridad. Es decir, para respirar.
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