Las orillas del miedo
A. R. ALMODÓVARSábado, 30 de septiembre. Algeciras, Tarifa. Como en años anteriores, y tras un desayuno más bien parco, la expedición de Ándalus salió del albergue con las tímidas luces de un día seminublado. Mochilas repletas de alimentos, telescopios, prismáticos... todo listo para una jornada de observación celeste. Gente jovial, prefería convertir en bromas la amenaza de lluvia, la incertidumbre de los vientos. Sabedores también de que ya las grandes bandadas habían cruzado el Estrecho, se mantenía la esperanza de ver ejemplares rezagados, volando, indecisos, en espera de una racha de viento que los empujase todavía a la salvación, al cálido invierno africano.
En la orilla de enfrente, la cosa era bien distinta. En algún recoveco de la costa marroquí se preparaba otra expedición, clandestina, aunque más o menos tolerada. Sobre una precaria embarcación semirrígida, se apretujaban 25 personas, la ansiedad contenida, los ojos clavados en el horizonte. Apenas ropa ni provisiones. Tan sólo una esperanza, como águila enjaulada, agitando en el pecho. Y el frío, un frío insuperable.
La primera observación, sobre un promontorio cercano a Tarifa, resultó un fracaso. Unos remolinos de brisa helada acabaron entumeciendo a los ecologistas y sólo un par de águilas calzadas pudieron verse, volando demasiado bajo como para atreverse a dar el salto. Alguien sugirió trasladarse a la punta de Guadalmesí. Bártulos al hombro, y de nuevo a los coches, que resultaron proverbialmente acogedores.
En otro lugar impreciso de la costa africana zarpaba un buque con más de un centenar de subsaharianos, varias mujeres y niños entre ellos, sin más que lo puesto. En otras épocas eran levas de esclavos, hacia América. Ahora viajan voluntariamente, no saben muy bien adónde, pero firmemente decididos a ganar el pan.
En Guadalmesí, los ornitólogos tuvieron algo más de suerte. 11 cigüeñas negras, volando en círculos, muy altas, parecían resueltas a todo, en dirección Tánger. Un roquero solitario hizo gala de su nombre entre los acantilados. Un zarapito chilló, asustado de vernos tan cerca. Varias culebreras se mecieron, parsimoniosas, ante nuestra vista extasiada. Alguien señaló también a un vuelvepiedras, entre los arrecifes, y fue entonces cuando vimos los restos de una patera, descuartizada por el oleaje contra las rocas. No parecía sino que se hubiera estrellado a los pies de la la torre vigía, desde la que antaño se oteaba a los piratas berberiscos. Otra revuelta de la historia.
El domingo, 1 de octubre, fue más generoso para los prismáticos. Un halcón peregrino, varios milanos reales y hasta un águila perdicera, cada vez más rara. En la playa de Los Lances, chorlitejos, correlimos, ostreros y gaviotas de cinco subespecies habían alegrado también la mañana, bajo un sol suave. Un alcatraz joven se alejó mar adentro, pero una pardela, con su vuelo rasante sobre las olas, reclamó los telescopios. Si hubieran seguido al alcatraz, tal vez habrían avistado a los marroquíes o a los subsaharianos, acercándose, mecidos por el oleaje del miedo.
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