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Desgarros imaginarios

Juan José Solozábal

En los momentos difíciles -y la actual situación política vasca representa uno de ellos- lo que puede demandarse de nosotros es un intento de clarificación desde una posición de independencia y objetividad. Ello no es fácil, pues han de desecharse algunos clichés sobre esa situación y sus causas que mantiene especialmente el nacionalismo vasco, pero quizás no sólo él.En este sentido me parece urgente superar dos estereotipos que sólo aparentemente disponen de algún asidero. Me refiero, primeramente, a la presentación de la sociedad vasca como una sociedad desgarrada por las posiciones nacionalistas y, en segundo lugar, a la de un nacionalismo no sólo hostigado, sino agredido. Mi idea, como trataré de explicar, es que hay un conflicto más serio en la sociedad vasca que el nacionalista y que la queja sobre la agresión al nacionalismo descansa en realidad en una apropiación institucional no del todo justificada.

Según mi punto de vista, en la sociedad vasca no existe más que un factor de división grave, que no se produce últimamente, sino que tiene un origen bien antiguo. Tal fractura no divide a la sociedad vasca entre nacionalistas y no nacionalistas, sino entre demócratas y no demócratas. La actitud democrática admite la solución política de los problemas, consustanciales a toda sociedad viva, por radicales, esto es, profundos o con hondas raíces, que puedan ser; afirma, pues, la capacidad de la sociedad, a través de la organización política que libremente se ha dado, o de otra que pueda sustituir a la actualmente existente, para su propio autogobierno sin exclusión de nadie y garantizando a todos una participación política en igualdad de condiciones. La actitud no democrática busca la imposición del propio proyecto, falseando las reglas de juego o eliminando a los adversarios del debate político.

Es necesario señalar que ésta es la auténtica fractura social existente en el País Vasco, aunque no siempre se plantee en estos términos y, hay que apresurarse a decirlo, no es, en su gravedad, fatal porque no contrasta dos magnitudes comparables, como ocurriría si se opusiesen dos proyectos políticos apoyados por un número semejante de vascos, de manera que se enfrentasen dos mitades de la sociedad, y porque opone a dos partes cuya legitimidad moral no es comparable. Lo que ofrece la democracia es un marco donde quepan todos, donde nadie es eliminado ni preterido, donde la minoría no será sojuzgada ni callada. Los no demócratas presentan un proyecto indiscutible y dogmático y por ello sólo mantenible desde la sumisión y la persecución política,cuando no la misma eliminación física, de quienes no lo compartan. La verdadera división social, entonces, no es entre nacionalistas y no nacionalistas o, como equivocadamente se ha pretendido, entre constitucionalistas y nacionalistas. Evidentemente que hay vascos nacionalistas y no nacionalistas, pero esta división, ni puede referirse legítimamente a la Constitución ni tiene un alcance parecido al existente entre quienes aceptan la democracia y quienes la rechazan.

La Constitución como marco político es, desde luego, congruente con el nacionalismo no independentista, que existe hoy como ha existido siempre, lo que denota no sólo una transigencia con la realidad, sino, bien mirado, la admisión de una solución española, la del sistema constitucional, al problema vasco. A lo que equivale esta posición es a aceptar una legitimación nacionalista del Estatuto de Autonomía, como integrante definitorio del orden o marco constitucional. La apuesta autonomista de muchos nacionalistas de hoy, ninguneados en la dirección del PNV, que entienden la significación nacional en la sociedad vasca del consenso estatutario, coincide, como es sabido, con la mejor tradición del propio nacionalismo de la República y el exilio.

La Constitución, además, en cuanto sistema de reglas de juego limpio, es perfectamente compatible con el nacionalismo independentista. No será necesario repetir que en nuestro marco (eso sí, de acuerdo con los procedimientos establecidos) es perfectamente posible el cuestionamiento nacionalista de la pertenencia al Estado español, y nadie en su sano juicio pondría en duda que el sistema constitucional español, cuya flexibilidad es en este sentido modélica, no forzaría una integración de Euskadi en el futuro rechazada por una "mayoría clara" de los vascos, por utilizar la expresión del Tribunal Supremo de Canadá con referencia a la posible independencia de Quebec.

De modo que ni la Constitución es antinacionalista (más bien, todo lo contrario; ella misma, en buena parte, es una respuesta, sensata e imaginativa, a los nacionalismos), ni el nacionalismo, si se formula en clave democrática, tiene por qué ser anticonstitucional.

El problema del País Vasco no es de nacionalismo, sino de democracia y la división relevante (no la imaginaria) es la existente entre demócratas y liberticidas. Es una división que no sólo tiene una dimensión política, sino ética, que le da una gran gravedad y que explica la honda equivocación de quienes la ignoran o desdeñan; pues ni buena parte de los nacionalistas, ni los que no lo son, pero pueden votar nacionalista, pasarán por alto la abdicación moral que implica insistir en lo que divide a los demócratas (esto es, su discrepancia respecto de diferentes proyectos políticos, dando a esta diferencia un alcance cuasi existencial entre dos nacionalismos que en realidad no tiene, pues no hay nacionalismo alguno que se oponga al vasco) frente a lo que les une, su defensa de la paz y, por tanto, del juego político limpio.

La actitud de los actuales dirigentes del nacionalismo no está siendo desgraciadamente la de liderar hasta sus últimas consecuencias la liga democrática, sino denunciar como hostilidad antidemocrática a quienes señalan, cargados de razón, su tibieza moral y política, confundiendo, en efecto, lealtad institucional con renuncia al debate o la lucha política, y rechazando la confrontación como descalificación. ¿Por qué es descalificar o satanizar al nacionalismo vasco señalar su deriva etnicista o sus dificultades para articular cabalmente una sociedad plural como lo es la vasca, o confrontar el modelo constitucional del autogobierno vasco con los riesgos de la autodeterminación o la obsolescencia de los planteamientos confederalistas? ¿Por qué no se puede denunciar el fetichismo de las tesis soberanistas de la actual dirección nacionalista y proponer en cambio un debate sobre los poderes efectivos, o las competencias, que realmente necesita el País Vasco y que todavía no tiene?

¿Por qué se considera un ataque a las instituciones vascas utilizar todas las reglas del juego político al efecto de proceder a una consulta del electorado, a la vista de la incapacidad del Gobierno y su insuficiente apoyo parlamentario, como si hubiese límites obvios a la disputa democrática y la idea del cambio político no cupiese en el entendimiento correcto de nuestro sistema de autogobierno?

Seguramente todo sistema democrático, también por tanto el vasco, necesita una comprensión más rutinaria y menos dramática, pues, al fin y al cabo, en la democracia la alternancia y el recambio son el horizonte obvio de quienes ejercen el poder, disponible con igual legitimidad para todos, sin esencias que guardar ni encarnaciones místicas que respetar.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.

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